Sin ningún arte


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La muerte naturalmente es un acontecimiento que no nos deja indiferentes. Cuánto más cerca se está del que parte, más dolor y sufrimiento provoca su separación. Y si la proximidad, además de la fí­sica, es sentimental, origina un terremoto inefable. Pero hay muertes y muertes. Las hay, voy a poner el caso de artistas y polí­ticos.

Eduardo Blandón

 


El deceso de un artista es una tragedia de dimensiones cósmicas. Aunque no se les conozca fí­sicamente, existe la conciencia de que la idea de no disfrutar más de su producción artí­stica es una pérdida irreparable. El mundo llora a sus escogidos, hay suicidios (siempre hay exagerados) y discursos grandilocuentes de gente de toda clase.
      Eso sucedió con John Lennon y recientemente con Michael Jackson y Steve Jobs. ¿Snobismo? ¿Pantalla? ¿Ridí­culo? A veces quizá sí­, pero no podemos negar que la humanidad suele ser sensible y agradecida con sus genios. Echamos de menos todaví­a, por ejemplo, a las mentes lúcidas que brillaron en el siglo XX: Einstein, Dalí­, Picasso, Camus, Sartre, Wittgenstein, Chaplin, Borges, Mann, Neruda, Mercury y un etcétera que nos pone nostálgicos.
      El artista es una especie de luz divina que en el aburrido mundo del quehacer humano testimonia el amor de Dios por sus criaturas. Una teorí­a cientí­fica, por ejemplo, no hace sino demostrar la complejidad del misterio, el infinito atisbado por la partí­cula humana. Una ópera no expresa con su embeleso, aquí­ y ahora, sólo un sentimiento í­ntimo, sino que participa de la melodí­a universal, el canto que forma parte de la partitura que trasciende lo finito.
      Lo más cerca a los dioses son los artistas. Pero, ¿y los polí­ticos? ¿Qué sucede en el universo cuando mueren? Nada, no pasa nada. Los polí­ticos son absolutamente prescindibles. Es más, con toda certeza, como dice el Evangelio, cuando fallecen hay fiesta y banquete en el cielo. No porque sean bienvenidos, sino por la solidaridad que existe entre el cielo y la Tierra.
      Pero no nos equivoquemos. No quiere decir que los polí­ticos no sean importantes. Sí­ que lo son. De hecho, pocos parecen influir tanto sobre la gente como ellos. Imagí­nese lo que afectaron con sus actos sujetos como Hitler, Mussolini, Franco o Somoza, entre tantos.  Pero importantes no quiere decir valiosos. Un artista vale, su peso especí­fico es reconocido por la gente que los llora, pero un polí­tico es una nimiedad a la par de aquellos.
      Por esta razón no lloramos a los polí­ticos. Bueno, algunos si se ponen lacrimógenos, pero es que algunos lloran por cualquier cosa. Y claro que hay polí­ticos que valen una pizca de más (también hay jerarquí­a entre ellos), pero de esos no tenemos en Guatemala. Entre nosotros hay justicia: todos valen, pero un comino. Por eso muchos no lloraron ni llorarán a nuestros filisteos polí­ticos cuando un dí­a el Creador decida poner fin a sus vidas.
      Se puede hacer de la polí­tica un arte, pero todaví­a no llegamos a eso. En Guatemala la polí­tica es un deporte barato, es una especie de circo romano en el que el vencedor es el más burdo, ordinario y rastrero. Y el panteón de la historia no registra a los obtusos.