La muerte naturalmente es un acontecimiento que no nos deja indiferentes. Cuánto más cerca se está del que parte, más dolor y sufrimiento provoca su separación. Y si la proximidad, además de la física, es sentimental, origina un terremoto inefable. Pero hay muertes y muertes. Las hay, voy a poner el caso de artistas y políticos.
El deceso de un artista es una tragedia de dimensiones cósmicas. Aunque no se les conozca físicamente, existe la conciencia de que la idea de no disfrutar más de su producción artística es una pérdida irreparable. El mundo llora a sus escogidos, hay suicidios (siempre hay exagerados) y discursos grandilocuentes de gente de toda clase.
Eso sucedió con John Lennon y recientemente con Michael Jackson y Steve Jobs. ¿Snobismo? ¿Pantalla? ¿Ridículo? A veces quizá sí, pero no podemos negar que la humanidad suele ser sensible y agradecida con sus genios. Echamos de menos todavía, por ejemplo, a las mentes lúcidas que brillaron en el siglo XX: Einstein, Dalí, Picasso, Camus, Sartre, Wittgenstein, Chaplin, Borges, Mann, Neruda, Mercury y un etcétera que nos pone nostálgicos.
El artista es una especie de luz divina que en el aburrido mundo del quehacer humano testimonia el amor de Dios por sus criaturas. Una teoría científica, por ejemplo, no hace sino demostrar la complejidad del misterio, el infinito atisbado por la partícula humana. Una ópera no expresa con su embeleso, aquí y ahora, sólo un sentimiento íntimo, sino que participa de la melodía universal, el canto que forma parte de la partitura que trasciende lo finito.
Lo más cerca a los dioses son los artistas. Pero, ¿y los políticos? ¿Qué sucede en el universo cuando mueren? Nada, no pasa nada. Los políticos son absolutamente prescindibles. Es más, con toda certeza, como dice el Evangelio, cuando fallecen hay fiesta y banquete en el cielo. No porque sean bienvenidos, sino por la solidaridad que existe entre el cielo y la Tierra.
Pero no nos equivoquemos. No quiere decir que los políticos no sean importantes. Sí que lo son. De hecho, pocos parecen influir tanto sobre la gente como ellos. Imagínese lo que afectaron con sus actos sujetos como Hitler, Mussolini, Franco o Somoza, entre tantos. Pero importantes no quiere decir valiosos. Un artista vale, su peso específico es reconocido por la gente que los llora, pero un político es una nimiedad a la par de aquellos.
Por esta razón no lloramos a los políticos. Bueno, algunos si se ponen lacrimógenos, pero es que algunos lloran por cualquier cosa. Y claro que hay políticos que valen una pizca de más (también hay jerarquía entre ellos), pero de esos no tenemos en Guatemala. Entre nosotros hay justicia: todos valen, pero un comino. Por eso muchos no lloraron ni llorarán a nuestros filisteos políticos cuando un día el Creador decida poner fin a sus vidas.
Se puede hacer de la política un arte, pero todavía no llegamos a eso. En Guatemala la política es un deporte barato, es una especie de circo romano en el que el vencedor es el más burdo, ordinario y rastrero. Y el panteón de la historia no registra a los obtusos.