Lo enunciado hasta el momento en cuanto a la lucha contra violencia, mediante la promoción de más seguridad, es tan falaz como el ofrecimiento más ridiculizado a la fecha. La razón es muy sencilla, no se puede imponer un Estado de Derecho mediante la implantación de acciones arbitrarias que dejen de lado la erradicación de la impunidad. Estas como otras asquerosidades de nuestra sociedad son el legado de un estado secular conducido por mentalidades oligarcas excluyentes y cuyo desprecio por las mayorías nos han impuesto un modelo de vida sin valores, sin principios, sin héroes, prácticamente casi sin nada positivo.
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Nos estamos dejando seducir por lo que deseamos escuchar o hemos perdido la capacidad de discernir. O peor aún, nos refugiamos en la indiferencia para hacernos creer que por ser distintos, podemos ser ajenos a ese entorno violento que nos rodea. El desprecio por la vida no es un fenómeno social reciente. El conflicto armado interno fue una de las mejores excusas que sirvieron de pretexto para que mentes atrofiadas por una superioridad inexistente se posesionaran para atropellar, insultar, torturar, martirizar y asesinar, a cualquiera que recibiera el calificativo de comunista. Hoy, el desprecio por la fuerza latina, en Estados Unidos de América, por ejemplo, ha empujado para que nuevas atrofias sociales sean deportadas. Lo que antes comenzó como el fenómeno de las pandillas juveniles, actualmente son verdaderas redes organizadas para delinquir. Las maras son el lado abierto de una sociedad continuamente desgarrada por la ausencia de valores que lamentablemente ha reiterado su desprecio por la vida. Y de nuevo en nuestro suelo, nosotros ponemos las víctimas.
El crimen organizado, el tráfico de estupefacientes, de bienes y personas ha sido una práctica histórica en nuestro suelo. Ahora se matiza por ese reiterado desprecio a la vida. Las mutilaciones, los desmembramientos y otros tratos crueles de los que nos hemos enterado, no responden a una serie de acciones ajenas a un lastre histórico que se fundamentó en el abuso del poder. La posesión de cierto poder económico no ha sido la expresión pacífica de aquél que puede satisfacer más holgadamente sus deseos y necesidades, no. La posesión de cierto poder económico se ha empleado para influir en la toma de decisiones, en la promoción de la impunidad. Por ello, una de las raíces que debe atacarse, para que en efecto a largo plazo haya paz, seguridad y tranquilidad, es el cese de la impunidad. En tanto esta siga enseñoreándose, tristemente tendremos esos hechos lamentables que reiteran que como dice el corrido mexicano: “la vida no vale nadaâ€.
Muy poco puede servir la dureza de nuestras acciones, si éstas no van acompañadas de planes de desarrollo y el cese de la impunidad. Las asquerosidades que nos han legado los “formadores†de eso que podríamos llamar identidad nacional o idiosincrasia es precisamente un conjunto de sistemas en los que impera la fuerza y no necesariamente la razón. Cualquier momento puede ser el oportuno para emprender una jornada que promueva el cese de la impunidad, como cualquier momento ha dejado de serlo. En nosotros, más allá de las sonrisas complacientes de nuestros aspirantes a la conducción del Estado, podría estar la posibilidad de promover un cambio en el actual estado de cosas. Con nuestras peticiones de mayor certeza en los procedimientos detrás de los ofrecimientos de los que se nos ha inundado a la fecha. En nosotros puede estar el principio de una reestructuración de la sociedad que tenemos. De este Estado que ha marginado a tantos. En nosotros puede estar la semilla de una conformación auténticamente democrática. Y en nosotros también anida la parsimonia y el cómplice silencio de conformarnos con lo que tenemos, porque por eso es lo que tenemos. Usted tiene la palabra.