Historia urbana: asalto a inerme familia viajera


Eduardo_Villatoro

Serí­an las nueve de la noche de ese domingo cuando el padre de familia está por conciliar el sueño. Pensaba en lo que el ministro protestante les habí­a aconsejado a  los miembros de la pequeña congregación respecto a que no dejaran de hacer el bien, aunque no recibieran reconocimiento alguno y ni siquiera las gracias, pero que Dios les darí­a mejor recompensa.

Eduardo Villatoro

 


En eso suena el timbre del teléfono. Es su hijo menor. Le cuenta que cuando iba a dejar a la novia a su hogar, en la Avenida La Reforma una mujer de unos 30 años le habí­a hecho señales con la mano, dando a entender que deseaba hablar por teléfono. El joven detuvo con recelo la marcha del automóvil porque cerca de la señora habí­a un hombre de mediana edad con dos chicos tomados de la mano, en mangas de camisa. Un niño de 5 años y una de 3.

   La mujer le dijo que los habí­an asaltado. Los delincuentes se apoderaron del vehí­culo familiar, despojándolos del dinero que portaban, sus valijas y tarjetas de débito y de crédito. Los tripulantes de una patrulla se limitaron a tomar parte de lo acontecido y se marcharon. La señora necesitaba llamar a su padre, en Salcajá, para contarle lo ocurrido y preguntarle si conocí­a a alguien en la capital. El joven le prestó su celular y le dio Q75 que tení­a en su billetera. 

   Fue a dejar a la novia a su casa y emprendió el retorno, llamando a su viejo para preguntarle qué hací­a. El padre, después de recriminar a su hijo por no prestar más ayuda, le dijo que buscara de prisa a la inerme familia quetzalteca. El muchacho inició la búsqueda. Después de media hora de transitar por calles y avenidas de las zonas 9 y 10 descubrió en medio de la penumbra al grupo familiar que caminaba lenta y estrechamente unido hacia Vista Hermosa, en la zona 15, en vez de buscar el centro de la ciudad.

   Nuevamente el joven llamó a su padre. –Ya los encontré, papá, ahora ¿qué  hago? El padre le indica que utilice su tarjeta de débito para obtener dinero en efectivo, que lleve a la familia a cenar a un restaurante de comida rápida y que les pregunte si quieren quedarse en un hotel decente o que, en todo caso, que los traiga a la casa para que duerman allí­ y a la mañana siguiente los llevarí­a a una empresa de transportes para que viajen a Quetzaltenango.

   La familia devora las hamburguesas y le dicen al muchacho que a las once de la noche parte un autobús hacia aquella ciudad. El joven conduce a la familia al sitio que le indican, agradecen las atenciones. Sollozando reciben el dinero para pagar los pasajes y le piden el número de su celular para llamarle al dí­a siguiente. Y anotan un número de su familia.  

   A las nueve de la mañana del lunes, el padre, intrigado, llama a ese móvil para preguntar por el grupo familiar. Responde la voz de una mujer joven. Dice que sus parientes arribaron sin contratiempos a Salcajá, pero que no podí­a darle más detalles porque iba manejando y que si deseaba hablar con sus familiares que llamara más tarde. No lo hizo.

   El padre de familia comprendió la dimensión de las palabras del pastor evangélico dichas el dí­a anterior. Han transcurrido cuatro meses y ni saben de la pareja y sus niños.