Un dí­a con el «Mono» Palencia


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Sábado en la mañana. Enero de 1981. Oficina de don Rufino Guerra Cortave –la “morgue”– en el tercer piso de El Imparcial.

Estamos allí­ reunidos Julio Fausto Aguilera, Ví­ctor Muñoz y Rolando Castellanos Portillo en la habitual tertulia de fin de semana.

René Leiva

 


 A eso de las once y media hace su ingreso í“scar Arturo Palencia, todo agitado. El Mono aparenta mayor altura fí­sica de la que realmente tiene, pero es corpulento y, ciertamente, posee cara de simio, de uno de los simios más “sapiens” que he conocido. Sus ojos negros y la mirada franca y directa, coronados por una frente alta y morena, imponen un momentáneo silencio en todos nosotros.

La entrada de í“scar Arturo al recinto asigna un cierto viraje a la conversación. Durante los saludos, siento su mano generosa, ancha y cálida, palmeando mi espalda. Es inevitable que este frenético en la aventura del pensamiento asuma el derrotero del diálogo hacia la literatura, sobre todo el ensayo, la crí­tica, la poesí­a; esta última de la que acaba de obtener un premio en Quetzaltenango.

Se sienta por ahí­ y se despoja de una chumpa verde con monograma y de escudo de la UNAM. Como es sábado, viste pantalón vaquero y calza unos mocasines de color indefinido. Se queja de que el dí­a anterior encontró a una compañera suya profesora de la Universidad de San Carlos, quien en plena cátedra llevaba puesta una blusa con un dibujo del ratón de Mickey en el pecho, lo que no evita que su indignación ante tamaña falta de respeto termine en violentas carcajadas que lo hacen levantarse de su asiento y dar varias vueltas por la amplia oficina de don Rufino, ante nuestra admiración.

A eso de la una de la tarde nos despedimos de Guerra Cortave y sin pensarlo mucho ya estamos en el “Triana” refrescando nuestras resecas gargantas. Pero previo a empinar el codo, Palencia disuelve en un vaso de agua cierto polvillo rosado, para la gastritis, según dice, e inquiere por berro fresco a la dueña de la fonda para que nos prepare una ensalada. Conste que el intercambio de impresiones sobre Sábato, Benedetti o Cardoza y Aragón no ha cesado ni un momento.

Poco a poco la charla deriva hacia la situación polí­tica: Lucas Garcí­a, las bandas de “desconocidos fuertemente armados”, los secuestros y asesinatos diarios, las violaciones a los derechos humanos, Ronald Reagan… Sabedores de que Palencia es un perseguido polí­tico por los esbirros del régimen (ílvarez Ruiz, Chupina Barahona, Arredondo), le advertimos del peligro a que se expone aquí­ en Guatemala pero él nos asegura que pronto viajara a Egipto porque piensa estudiar el árabe. (Un amatitlaneco en El Cairo, pienso yo, aplicando a El Corán, Las mil y una noches, Alfarabi, Avicena…)

Llegados a este punto el Mono Palencia (no cualquiera, por cierto, le dice su apodo cara a cara) decide tomarnos una foto y saca la cámara de un viejo maletí­n que también contiene algunos libros y legajos. Como el propio í“scar Arturo hace la atendible observación de que los muchachos son muy lanas, tapas y malhablados, alguien expone una hoja de papel en la que se hace constar y firmar el compromiso de cada quien por enmendar su lenguaje.

En vista de que Castellanos, Ví­ctor y Julio Fausto tienen compromisos familiares y optan por retirarse, í“scar Arturo y yo decidimos ir a comer algo al “Platillo Volador”, que como parte del Mercado Central, a raí­z del terremoto del 4 de febrero de 1976, se encuentra provisionalmente en las instalaciones del parque Colón. Previsores, para no perder el hilo báquico, pasamos comprando una “pacha” de tanguarní­s. Ya instalados, ante sendas enchiladas y platos de cocido –a esa hora no hay ni un alma en el otrora famoso comedor–, al compañero Palencia le entra cierta nostalgia, cierto presentimiento, cierta necesidad de confiar en alguien todas sus emociones acumuladas.

En la intimidad y gracias a los nepentes, pierde su aire un tanto altivo, sus afirmaciones rotundas e inapelables, sus risotadas demoledoras, sus puyas a fondo del interlocutor. Entonces cede a la ternura, a la evocación, al puro sentimiento, al hablar pausado y concediendo espacios al silencio. La vida del autor de “Surco Iluminado”, “Rebelión de la palabra”, “Recuento de poesí­a”, etcétera, oscila entre el amor y la guerra; la literatura y la beligerancia; su pasión por “la mujer que más he amado” y su sospecha de “a ver si no nos entra algo de plomo, ví­a intramuscular”… Porque nada le es indiferente y a todo le concede valor e importancia: el lento asesinato contra el lago de su Amatitlán natal, la poesí­a “jeremí­aca” de César Vallejo, el futbol nacional, el jazz gringo, la carencia de una crí­tica literaria guatemalteca sistemática, el enorme basurero en que se ha transformado la ciudad capital, el destino de su biblioteca… Por momentos, en los asuntos nacionales, í“scar Arturo se exalta y levanta la voz como queriendo reprender a una multitud fantasma, o, en todo caso, a una audiencia apática, negligente, desidiosa…

Quedamos en continuar la charla otro dí­a. “Acuérdese –me dice– que siempre hay algo morboso en las despedidas”.

Al separarnos, hacia las ocho de la noche, el Mono Palencia me obsequia un cuento de Julio Cortázar. “Alguien que anda por ahí­â€.