Con las expresiones musicales de las obras de este gran músico alemán, diremos que su música es como una mañana que se instala en la sonrisa de Casiopea, esposa amada, y se asoma en sus ojos de miel como espuma en destello y luminaria
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela.
Continuamos con Guntram (de combatientes del amor) que vimos el sábado pasado:
En el segundo acto, los príncipes celebran su victoria, en el castillo del duque. Después de las enfáticas adulaciones de los Minnesanger oficiales, Guntram es invitado a cantar. Descorazonado de antemano por la bajeza de esos hombres, seguro de que hablará en vano, vacila y está a punto de irse, pero la tristeza de Freihild lo retiene y canta para ella. Su voz, calma y mesurada, dice la melancolía que siente en medio de esa fiesta de la fuerza triunfante. Se refugia en sus sueños; ve brillar en ellos la dulce figura de la paz. La describe amorosamente, con una ternura juvenil que va poco a poco exaltándose cuando pinta el cuadro de la vida ideal, de la humanidad libre. Luego describe la guerra, la muerte, el desierto y la noche que se abaten sobre el mundo. Se dirige directamente al príncipe; le señala su deber y la recompensa, que es el amor del pueblo; lo amenaza con el odio de los desdichados arrojados a la desesperación; exhorta finalmente a los señores a reconstruir los pueblos, a libertar los prisioneros, a socorrer a sus súbditos. Termina en medio de la emoción profunda de los asistentes. Sólo el duque Roberto que ve el peligro de esas libres expresiones ordena a su gente que aprese al cantor, pero los vasallos se han puesto de parte de Guntram. En plena lucha llega la noticia de una nueva revuelta popular. Roberto llama a las armas. Guntram, que se siente apoyado por los que lo rodean, hace detener a Roberto. El duque se defiende; Guntram lo mata. Entonces se produce en su espíritu un cambio total, cuya explicación conoceremos recién en el tercer acto. En las escenas siguientes no vuelve a despegar sus labios; deja caer su espada; permite que sus enemigos reconquisten su autoridad sobre la multitud; se deja encadenar y encarcelar, mientras los señores parten ruidosamente para luchar contra los rebeldes. Pero Freihild, plena de un gozo cruel e ingenuo, liberada por la espada de Guntram, se entrega a su amor por él y quiere salvarlo.
El tercer acto, que transcurre en la prisión del castillo, es inesperado, vacilante y muy curioso. No resulta a la lógica consecuencia de la acción. Se advierte que el pensamiento del poeta ha sufrido un trastorno, una crisis moral que lo agitaba todavía mientras escribía, una perturbación que halló el modo de apartar; pero la nueva luz, hacia la cual orientará en lo sucesivo su vida, brilla con toda claridad. Strauss había avanzado demasiado en la composición de su obra para escapar al renunciamiento neocristiano que debía poner fin al drama; no hubiera podido evitarlo sin alterar completamente los caracteres. Por ello Guntram rechaza el amor de Freihild. Advierte que ha caído, como los demás, bajo la maldición del pecado. Predicaba a los demás la caridad y era presa del egoísmo, cuando dio muerte a Roberto, lo hizo mucho menos para liberar a un pueblo de su tirano que para satisfacer instintivos y bestiales celos. Renuncia, pues, a todos sus deseos, y expía en el encierro el pecado de vivir. Pero el interés del acto no está en este desenlace previsto, y que se ha hecho un poco común después de Parsifal. Está en una escena intercalada evidentemente a último momento y que desentona bruscamente en la acción, aunque con una singular grandeza: el diálogo de Guntram y su antiguo compañero, Friedhold.
Friedhold, su amigo, su iniciador, viene a reprocharle su crimen y a buscarlo para que comparezca ante la orden, que lo juzgaría. En la primitiva versión, Guntram se inclinaba y sacrificaba su pasión a su voto. Pero durante su viaje por el Oriente, Strauss sintió repentinamente el horror de este aniquilamiento cristiano de la voluntad, y con él, Guntram se rebeló. Rehúsa someterse a las leyes de su orden. Rompe su laúd, símbolo de esperanza engañosa en la redención de la humanidad por la fe. Rechaza los sueños nobles, pero vanos, en que creyó y que han sido disipados por la luz de la vida.
No reniega de sus juramentos de antaño, pero ya no es el mismo hombre que los pronunció. Cuando carecía de experiencia pudo creer que el hombre debía someterse a reglas, que la vida debía regirse por leyes. Una hora bastó para esclarecerlo.
Ahora está libre y solo, solo consigo mismo. “Sólo yo puedo apaciguar mis sufrimientos. Sólo yo puedo expiar mi crimen. Sólo mi ley interior puede dirigir mi vida. Mi Dios habla sólo para mí. Sólo a mí habla mi Dios. Siempre soloâ€.
Es el despertar orgulloso del individualismo, el vigoroso pesimismo del Superhombre. Un sentimiento tal otorga un carácter de acción a la propia negación, al renunciamiento; es también una afirmación violenta de la voluntad.