Exactamente hace una semana, al final de la tarde, cuando regresaba de la universidad hacia mi casa, el bus que abordé –irremediablemente porque no había otro–, tenía un programa de viaje interesante.
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Recorrería el trayecto de regreso en el sentido contrario de lo que me convenía. Sin embargo, a falta de ganas de hacer trasbordos, opté por irme por el camino relativamente más largo.
El programa sería así: primero, después de cruzar el Puente Belice, la colonia Maya; luego, las Ilusiones; a continuación, la Kennedy, para cruzar a las Alamedas que están conectadas con la anterior por una que se llama Santa Faz. Al final, saldríamos al bulevar principal, ya en sentido contrario, como yendo hacia la carretera al Atlántico. Así llegaría a mi destino.
Cuando al fin el piloto se decidió a partir, tuve un encuentro de emociones. Primero porque me fascinaban la idea e intriga de saber cómo estarían esas partes de la ciudad de Guatemala –la Ciudad del Futuro, sí pues–, luego de varios años de no pasar por allí, porque en particular siempre uso la carretera antes mencionada; y, segundo, porque tenía la preocupación subyacente de que nada hubiera cambiado en casi 15 años, cuando ocasionalmente frecuentaba alguno de esos lugares.
Todo sigue igual. Lo único seguro es que haya aumentado la cantidad de gente que allí vive. Que en definitiva dificulta y agrava la satisfacción de necesidades básicas, desde el punto de vista individual y social.
Mientras el bus recorría el bulevar Los Olivos hacia la primera de las colonias del itinerario, recordé unas escenas de dos películas diferentes. La primera, de “Quisiera ser millonarioâ€, cuando en Bombay, India, donde se desarrolló ese largometraje, enfocan en varias tomas aéreas, cientos de láminas oxidadas debajo de las cuales vive gran cantidad de gente en extrema pobreza. El parangón fue inevitable.
La segunda es de “Ciudad de Diosâ€, en una favela de Brasil, con la diferencia conocida que aquí, en lugar de ir hacia arriba, en alguna montaña, los asentamientos van para abajo, en los barrancos.
Lo que no deja de inquietarme, es ver cómo en todas esas colonias la gente no se queda de brazos cruzados, esperando por ayuda gubernamental o municipal, sino que, por el contrario, a lo largo de varias cuadras, están apostadas gran cantidad de ventas de todo tipo, donde se gana el día a día, porque nuestra economía aún no genera puestos de trabajo suficientes, acordes, incluso, a la calidad de la fuerza laboral existente y, la Democracia, aún no incluye a las personas como ciudadanos dignos.
A veces, uno parece encontrar en la zona 18 más iglesias de lámina y cartón, y colegios, que tortillerías y panaderías, por ejemplo. Incluso no encuentra uno librerías donde vendan libros, sino solo de esas donde hay útiles escolares, como diría el conductor de un programa de radio.
El gran ausente, el de siempre, el Estado de Guatemala. Que no ha sabido consensuar un plan de largo plazo de desarrollo económico para el país, pues cada vez que parece haberse llegado a uno con capacidad de despegue, luego se estrella, porque no ha existido el compromiso de trabajar para alcanzar la meta.