Marco Augusto Quiroa
Viernes, a medio siglo de distancia.
BAJANDO POR la Calle Ancha de los Herreros, a mano derecha se encuentra la armería de José Escolástico Mayorga, cerrada desde el 7 de septiembre de 1932, cuando el juez de paz y el secretario levantaron su cadáver.
Los Mayorga siempre fueron los mejores armeros de la Antigua Guatemala y su fama caminaba por las calles de México y Lima al cinto de Alcaldes Mayores, Encomenderos, Oidores y Capitanes Generales. La pistola repujada en plata maciza que el Virrey Amat regaló a la Perricholi y que hoy es motivo de orgullo para la sala de armas de la Galería Nacional en Washington, es obra de Ceferino Mayorga. Y muchos de los arcabuces, mosquetes y trabucos de la guardia suiza del Vaticano, minucioso trabajo de él y sus descendientes.
José Escolástico, el último de los Mayorga, fue el mejor de los mejores, flor y nata de los armeros desde que se inventó la pólvora. La tradición que venía enriqueciéndose de centuria en centuria desemboca en él y alcanza las más altas cúspides de inteligencia y destreza.
Durante años dedicó todos sus ratos libres y fiestas de guardar a construir el arma perfecta.
Un revólver hecho a mano, pieza por pieza. El tambor, el gatillo, el percutor forjados en acero azul, la empuñadura de caoba pulida con incrustaciones de oro y conchanácar, y el estuche de terciopelo carmesí que le quedaba como anillo al dedo.
Una obra de arte.
Terminó de aceitarlo al atardecer del 6 de septiembre y después de ponerle las balas lo colocó con amoroso cuidado bajo el vidrio del mostrador, orgulloso de haber terminado el sueño de su vida.
Nunca lo disparó.
Con él le dieron muerte los hombres que esa noche robaron la armería.
* Narrador guatemalteco.
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