Ananké
Cuando llegué a la parte en que el camino
se dividía en dos, la sombra vino
a doblar el horror de mi agonía.
¡Hora de los destinos! Cuando llegas
es inútil luchar. Y yo sentía
que me solicitaban fuerzas ciegas.
Desde la cumbre en que disforme lava
escondía la frente de granito,
mi vida como un péndulo oscilaba
con la fatalidad de un «está escrito».
Un paso nada más y definía
para mí la existencia o la agonía,
para mí la razón o el desatino…
Yo di aquel paso y se cumplió un destino.
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Autorretrato
Un árbol luengo, deshojado y seco,
pero que enhiesto, sigue todavía;
una culebra en línea vertical;
un poste de telégrafo en la vía,
eso soy por mi bien o por mi mal.
Soy un hombre de chicle que los dioses
del Popol-Vuh jalaron de los pies
y la cabeza a un tiempo: y que, después
(entre risas y toses,
al mirarlo tan largo y tan delgado)
sin reparar su mísero destino,
dejaron a la vera del camino,
irreal y abandonado.
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El Señor que lo veía
Porque en dura travesía
era un flaco peregrino,
el Señor que lo veía,
hizo llano mi camino.
Porque agonizaba el día
y era cobarde el viajero,
el Señor que lo veía,
hizo corto mi sendero.
Porque la melancolía
sólo marchaba a mi vera,
el Señor que lo veía,
me mandó una compañera.
Y porque era la alma mía
la alma de las mariposas,
el Señor que lo veía,
a mi paso sembró rosas.
Y es que sus manos sedeñas
hacen las cuentas cabales
y no mandan grandes males
para las almas pequeñas.