El fin de la misión de McFarland


Oscar-Clemente-Marroquin

La figura del Embajador de los Estados Unidos en nuestros paí­ses es siempre prominente porque no se puede negar que tiene, intrí­nsecamente, un enorme poder. La polí­tica exterior norteamericana ha tenido variantes a lo largo de la historia y en algunos casos ello se refleja en el comportamiento de los jefes de la misión, en tanto que en otros casos el sello de la personalidad del Embajador es lo que marca la diferencia.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

 


Yo no soy ni he sido asiduo de la Embajada pero he tratado a la mayorí­a de Embajadores desde Gordon Mein hasta nuestros dí­as y la verdad es que a mí­ particularmente me pareció un gran aporte a Guatemala el decidido apoyo que el embajador Stephen McFarland hizo para apoyar la creación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala y la forma en que se volcó para asegurar que la misma pudiera emprender con paso firme y sólido el enorme desafí­o de romper con un esquema de privilegios en la administración de la justicia que ha prostituido al paí­s mismo.

Tuvo el Embajador gestos muy significativos que algunos pueden considerar como folclóricos, como su asistencia a la Huelga de Dolores, que no se deben confundir con los de enorme significado como fue su presencia en funerales de personas que a lo largo de su vida tuvieron una postura crí­tica sobre el papel de Estados Unidos en los acontecimientos de 1954. Estoy seguro que ni Quique Wer ni Poncho Bauer Paiz hubieran imaginado que el sucesor de Peurifoy llegarí­a a su sepelio para expresar su condolencia a los deudos. No significó eso ninguna aceptación de culpa sino simplemente la expresión de respeto para aquellas personas que a lo largo de su vida mantuvieron en alto una lucha por la dignidad nacional.

Pero insisto que me consta fehacientemente la forma en que el Embajador norteamericano se comprometió con la lucha contra la impunidad en el paí­s y creo que ese puede ser uno de sus logros más importantes. Para mí­, al menos, lo es porque reconociendo su enorme influencia se tiene que entender que hubo sectores en el paí­s que terminaron aceptando, aunque fuera a regañadientes, el establecimiento de la Comisión simplemente porque contaba con el aval de la Embajada y porque el Embajador no titubeaba en expresar abiertamente su respaldo a las demandas que la CICIG hací­a para modificar leyes y para avanzar en procesos.

Conociendo el comportamiento de ciertos cí­rculos en el paí­s, sin esa definición de parte de McFarland hubiera sido mucho más difí­cil que terminaran aceptando la necesidad de ayuda internacional para emprender el largo y duro camino de combatir un sistema basado en la impunidad que ha sido tan útil y conveniente para muchos, no sólo en cuanto a los graves delitos contra la vida, sino también en otro tipo de crí­menes relacionados especialmente con la corrupción tanto pública como privada.

Personalmente me reuní­ algunas veces con el Embajador y siempre percibí­ en él un compromiso por aportarle a un paí­s al que realmente llegó a querer. En La Hora valoramos siempre ese cambio de estilo que le hizo acercarse más a la realidad profunda de nuestro paí­s, esa misma que cuesta mucho ver desde la Avenida de la Reforma o desde la 20 calle de la zona 10, pero que McFarland supo pulsear con esas salidas que rompieron con el molde de sus predecesores.

Era, es y seguirá siendo un diplomático de Estados Unidos que vela por los intereses de su paí­s y que actúa de conformidad con la lí­nea del Departamento de Estado. Pero tiene una personalidad que también define en mucho su papel y por ello creo que le han asignado una mayor responsabilidad en una de las zonas realmente crí­ticas para el interés estratégico de Estados Unidos, misión en la que le deseo la mejor de las suertes.