El mundo de Tún desde adentro (II)


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“El mundo de Tún visto por Guillermo Monsanto” (Galerí­a El íttico, Serviprensa Centroamericana, Guatemala, 1996) describe al artista y a su obra desde la perspectiva de la estética romántica: el artista genial que surge de la nada, brilla intensamente por un breve instante por razones que nada tienen que ver con su trabajo y luego desaparece dejando tras de sí­ una obra incomprendida por sus contemporáneos, pero que las generaciones posteriores rescatan del olvido y valoran con fervor.

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POR JUAN B. JUíREZ

Así­, dice Monsanto que “parece ser que no hay artistas anteriores a él con una expresión de este tipo”, y que el artista “no tiene contacto, antes de entrar en el ambiente de las exposiciones, con las comunidades de artistas populares de Comalapa, Sololá u otros poblados del altiplano”; aunque si asienta con firmeza que “Tún es un artista de raí­ces indí­genas con una forma muy personal de expresión”.  

Esa rareza, que sin duda sirve para explicar la súbita valoración de sus obras en el mercado de arte a partir de mediados de los 90 (la “tunmaní­a” que menciona el autor), es, sin embargo, lo que precisamente hay que disolver para entrar en el mundo de Francisco Tún, ya no como una anomalí­a de la tradición o un caso insólito de genialidad artí­stica, sino precisamente como un mundo —su obra— que emite señales significativas sobre nuestra cultura y nuestra sociedad.  Porque Tún es justamente “el otro”, al que no queremos ver, al que quizás podemos ad-mirar desde lejos —siempre de lejos en el tiempo y en el espacio—, a pesar de que es parte nuestra y que sin él, negándolo, nunca alcanzaremos la plenitud ni como cultura, ni como sociedad, ni como seres humanos.

Francisco Tún era un indí­gena de la ciudad de Guatemala.  Es decir, que no estaba en el campo ni era campesino.  Que su pintura no pueda relacionarse con la que se hace en los pueblos indí­genas, más que un rompimiento con la tradición, significa un desarraigo: Tún es alguien que, apartado de sus raí­ces, vive en otro mundo. Y esto es algo más que un dato.

Vivir en otro mundo apartado de sus raí­ces significa no poder comunicarse por no tener memoria ni, propiamente, nada que comunicar; es como padecer de amnesia y estar condenado a vivir eternamente en el presente; un presente enorme, incomprensible, agobiante y angustioso, tan enorme y abrumador que no deja entrever ningún futuro o tener una añoranza que no permite construir una ilusión, o una esperanza, y frente al cual la persona agota su vida como una anécdota intrascendente.

La originalidad y la autenticidad de la pintura de Francisco Tún vienen dadas porque pinta el mundo que ve desde esa perspectiva de desarraigado: con asombro y con angustia pintaba siempre ese presente sólido e impenetrable que sólo él, carente de nostalgias y de imposibles esperanzas, podí­a ver, que lo acosaba sin acogerlo, dejándolo siempre afuera, solo. 
     El mundo de Tún, como podemos verlo en sus cuadros, no era maravilloso, pero tampoco extraño; al contrario, nos resulta vaga y amenazadoramente familiar. “Entre el sector indí­gena y el no indí­gena” lo sitúa Dagoberto Vásquez, y el dato se vuelve revelador únicamente si recordamos lo que puede padecer la dignidad y la integridad de una persona que se encuentre en esa zona indefinida de nuestra historia, de nuestra sociedad y de nuestra cultura, y que no es neutral ni hí­brida sino simplemente atroz.  De allí­ que tampoco resulte extraño que, a excepción de Rolando Ixquiac Xicará —otro pintor indí­gena de la ciudad de Guatemala—, los artistas que compartieron con Francisco Tún en el ambiente alegre y creativo de las galerí­as vieran en su pintura “otra cosa” y se maravillaran de las soluciones formales de las que se valí­a el artista para expresar… nadie supo qué cosas.  Y en ese orden de impresiones, también resulta sintomático que fuera la crí­tica Edith Recourat quien descubriera la obra de este singular artista, la impusiera en las galerí­as con la autoridad que le daba entre nosotros —tan necesitados de la aprobación extranjera— su origen francés, y que bajo su tutela floreciera por algunos años y prácticamente desapareciera del ambiente artí­stico cuando ella falleció.
     Pareciera que la pintura de Tún no se agota en la mirada de los expertos. “La gente entiende lo que dice cada cuadro —reclamaba el artista—…pero ustedes con eso del primitivismo, “subrealismo”, simbolismo, arruinan las pinturas”, y con ello poní­a el dedo en la llaga. Y es que para comprender su pintura, más que sólo verla, hay que asumirla, situarse en la perspectiva del desarraigado sin memoria, sin pasado ni porvenir, como lo hací­an esas gentes sencillas como él que sí­ sabí­an de lo que hablaba cada uno de sus cuadros.  No hay que ver en ellos “soluciones formales” pues se trataba de un testimonio vital que se expresaba espontáneamente con un lenguaje plástico elemental pero que se volví­a elocuente por la extrema tensión existencial con que era manejado. En ese sentido no hay en su pintura ni ingenuidad ni infantilismo, sino más bien una intuición lucida de su situación y un manejo consciente de los únicos recursos expresivos con los que contaba: tablas, latas, pintura doméstica, telas ordinarias, etc., y el lenguaje plástico elemental que, forzado a expresar un mundo demasiado complejo, alcanza en las manos de Tún una densidad poética verdaderamente conmovedora.