En este proceso electoral dos candidaturas fueron rechazadas, tanto por el Registro de Ciudadanos como por el Tribunal Supremo Electoral, por considerar que incumplían con requisitos establecidos en la Constitución de la República que no permite optar al cargo de Presidente de la República a los parientes del presidente en ejercicio ni a los ministros de cualquier religión o culto. El caso de la señora Torres llegó a la Corte de Constitucionalidad, mientras que ayer la Corte Suprema de Justicia decidió amparar a Harold Caballeros y no se sabe, al momento de escribir esta nota, si habrá alguna apelación al respecto.
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Personalmente creo que tienen razón los cuatro magistrados que razonaron su voto en el sentido de que la Constitución no establece temporalidad para la prohibición lo que la hace de carácter permanente. Tomando en cuenta el espíritu de la Carta Magna, hay que ver que se pretende impedir que quienes tienen influencia religiosa en la población puedan aprovecharse de eso para conseguir votos. Cuando se hizo la Constitución el catolicismo seguía siendo la religión ampliamente dominante del país y se pensó especialmente en los curas que lo son para toda la vida. Hoy en día proliferan las iglesias evangélicas en las que para ser ministro no hace falta ningún estudio ni compromiso sino que cada quien puede crear su propia iglesia simplemente estableciendo una asociación civil que según la Corte se equipara a las Organizaciones No Gubernamentales. En otras palabras, resulta que ahora las iglesias son ONG.
De acuerdo a ese criterio de la Corte Suprema de Justicia, avalado por la mayoría de magistrados, cualquier pastor con buena labia que es capaz de constituir una mega iglesia de esas que juntan abundante cash, puede dedicarse algunos años a fortalecer su iglesia, amasar una fortuna que le permita financiar su actividad política, renunciar para heredar el cargo de pastor a alguien de la familia que se encargue de mantener el ministerio (y de paso el negocio, por supuesto) y optar a la Presidencia de la República contando con una base de adeptos que desde el púlpito han sido convencidos de las bondades de un determinado proyecto.
Justamente eso es lo que la Constitución y los legisladores pretendían evitar, puesto que la religión es fundamental en la vida, pero también puede ser instrumento de manipulación. Aparte de que Marx haya dicho con mucha razón que la religión es el opio de los pueblos, cuando estos se adormecen por la prédica de quienes recomiendan conformismo y aceptación pasiva de los designios divinos, no se puede ocultar la enorme influencia que se ejerce desde el púlpito y, en el caso de los católicos, desde el confesionario. En la primera mitad del siglo pasado se hablaba mucho de la gente en la sociedad guatemalteca que no hacía nada sin consultar con su confesor y este les orientaba hasta en la forma de votar en las elecciones. No se puede olvidar el papel que jugó el obispo Mariano Rossell y Arellano en 1954, cuando movilizó nada más y nada menos que al Cristo de Esquipulas en la conspiración norteamericana contra el gobierno de Arbenz, al punto de que no sólo lo convirtió en Capitán General del llamado Ejército de Liberación sino que luego trajo al Cardenal Spellman para realizar un Congreso Eucarístico que fue la consagración del triunfo liberacionista.
El estado laico tiene que prevalecer y ya vivimos la experiencia de Serrano y Ríos Montt, quienes mezclaron religión con política para hacer proselitismo por sus respectivas iglesias. Fondos confidenciales del Estado fueron a parar a las iglesias y a los pastores que eran del círculo de esos gobernantes. Por todo ello, la prohibición constitucional tiene sentido y razón de ser.