Ya superada la discusión sobre quienes participan en la contienda electoral para la Presidencia de la República, es momento de insistir en lo esencial de la misma, las ideas que deben debatirse. El vacío conceptual en el que se desarrolla el proselitismo no sólo es simplista, sino en su gran mayoría irrelevante.
Esta carencia de quienes aspiran a representar a los ciudadanos debe ser lamentada por muchas razones. La más importante es que la sociedad guatemalteca está siendo amenazada por problemas complejos que sólo serán superados al cabo de un ejercicio sistemático de estudio y discusión. El aumento de la marginalidad y la pobreza; la creciente desnutrición crónica de nuestros niños; la inseguridad y el protagonismo creciente del crimen organizado, en particular del narcotráfico; el rezago en la educación y salud pública; el estado calamitoso de la infraestructura económica; la incapacidad del sistema productivo de generar trabajo suficiente; son algunos de los desafíos que sólo se resolverán al cabo de un inteligente intercambio de ideas.
La política no ofrece hoy un dispositivo analítico adecuado para ese inventario de acechanzas y dificultades, y esa indigencia es una de las razones de la declinación que exhibe el país cuando se lo compara con sus vecinos. Quienes ejercen funciones de gobierno y los candidatos que aspiran a reemplazarlos parecen encapsulados, con muy contadas excepciones, en la burbuja del corto plazo. Allí reinan las encuestas, instrumentos sacralizados mediante los cuales la dirigencia identifica las preferencias del público para suscribirlas a través del marketing. Con este juego demagógico el liderazgo renuncia a una de sus dimensiones esenciales: la capacidad para convocar a la ciudadanía detrás de objetivos ambiciosos, cuyos beneficios acaso no resultan evidentes para todos.
La carencia de una oferta programática está en la raíz de muchas deformaciones de nuestra vida pública. Muchos candidatos prescinden de una propuesta rigurosa porque obtienen el voto por otros medios: los compran. No hace falta insistir en lo extendido que está el clientelismo, es decir, el canje de sufragios por beneficios materiales, en la democracia guatemalteca.
Hay también dirigentes que renuncian a las propuestas conceptuales llevados por un pragmatismo que linda con la inmoralidad. Figuras que se resisten a ofrecer precisiones sobre lo que piensan porque están dispuestas a hacer una cosa o la contraria según la conveniencia del momento. La aridez conceptual de la política se corresponde con un tipo de dirigente que no se ata a una idea sino al disfrute mecánico del poder.
La ausencia de definiciones en el debate electoral rompe el contrato entre el representante y los representados. Mal se le puede reprochar el incumplimiento de una promesa a un candidato que no fijó posición alguna. Hay muchas formas de fraude electoral y ésta es una.
Leyendo varias de las propuestas, indagando sobre las mismas comienzan a aparecer afinidades insospechadas con propuestas del Gobierno. En este acuerdo silencioso se puede vislumbrar otra razón para el páramo intelectual en el que se mueve la campaña actual: hay poco debate de ideas porque existe una coincidencia inconfesada entre quienes ejercen el poder y quienes procuran su reemplazo. Los supuestos principales contendientes siguen arraigados en una imagen del mundo y del país, de la economía y de las relaciones internacionales, que se configuró en los años setenta y que apenas ha sido revisada. La competencia, la creación de riqueza, la inserción en el mercado global, la apertura a la inversión externa, la mejora en la productividad y el mérito de la iniciativa privada, siguen siendo objeto de sospecha entre muchos políticos que simulan competir entre sí.
Este consenso perezoso lleva a buena parte de la oposición a liquidar su programa en el mero reclamo de un voto castigo contra las características más abominables del Gobierno. Es posible que quienes ejercen el poder merezcan, por muchos motivos, ser castigados. Pero si el acto electoral se reduce a aplicar una sanción, quedará desprovisto de toda dimensión proyectiva. El castigo es, por definición, retrospectivo. Hace muchos años que el guatemalteco vota castigando. Hace ya muchos años que se priva, por lo tanto, de adherir a un programa, a una imagen del futuro, a un horizonte que la saque de un presente que, de tan inmóvil, parece eterno.
La falta de vocación de casi toda la dirigencia política para discutir delante de la ciudadanía un conjunto de objetivos hacia los cuales encaminar la acción de gobierno podría ser comprensible, aunque no justificable, si esa prescindencia otorgara alguna ventaja electoral. Pero tampoco eso sucede.
¿Por qué no pensar que quien levante la vista de la cotidianeidad y de la táctica para arrojar sobre el país y sus problemas una mirada estratégica, terminaría sacando, además, una ventaja electoral sobre sus competidores?
A casi 200 años de existencia, el país está reclamando una nueva visión de sí mismo que sea capaz de generar entusiasmo. Un programa capaz de sacarlo de un estancamiento que lo condena a la insignificancia. Una visión del futuro frente a la cual individuos y sectores descubran la conveniencia de renunciar a alguna ventaja o privilegio inmediato a cambio de retomar la senda pérdida del progreso.