Durante las décadas de la guerra interna en el país y aun antes de que se iniciara el llamado conflicto armado interno, es decir, desde la invasión mercenaria de 1954, cualquier persona que se atreviera a reclamar el respeto a los derechos fundamentales del ser humano era objeto de persecución de los gobiernos militares y señalado por la clase política predominantemente derechista y por periodistas de opinión ultra conservadores, de ser un individuo provocador y desafiante del orden establecido, por pretender difundir ideas extremistas de izquierda, confabulado con la insurgencia armada.
  Después de la firma de los Acuerdos de Paz -con todas sus debilidades- alzar la voz en defensa de los derechos humanos se constituyó en un clamor popular, especialmente de los grupos progresistas que han velado por el cumplimiento y el respeto a la voluntad espontánea de los ciudadanos de cualquier inclinación ideológica y estrato social, al grado de que se fortaleció la institución del Procurador de los Derechos Humanos, que fue ganando espacios en el reclamo no sólo de los derechos individuales de los guatemaltecos, sino que se extendió a los derechos sociales y económicos cuando los habitantes en general o un grupo de la población es afectada por decisiones arbitrarias e intolerantes del Estado.
En el transcurso de los años, y ante la arremetida de la violencia criminal, grupos dispersos o personas individuales fueron transformando sus ideales acerca de los derechos humanos -si es que alguna vez los sustentaron-, para atacar a la misma PDH y a los defensores de los derechos fundamentales del ser humano, al adoptar una posición ultraderechista en este ámbito social y económico, afirmando que ya no se defienden los derechos humanos de «los ciudadanos decentes y honrados», sino que los sujetos supuestamente protegidos son delincuentes de toda laya, especialmente integrantes de pandillas juveniles que entran y salen de la cárcel como si estuviesen aposentados en un hospedaje, cuando, en realidad, lo que se persigue es la aplicación pronta y cumplida de la justicia y la convivencia en un estado de Derecho, y no la protección de los antisociales.
   Traigo a cuenta estos intentos de reflexión a propósito de lo que el doctor en filosofía Jorge Mario Rodríguez expone en su libro «Derechos Humanos: una aproximación ética»Â (F&G Editores), al señalar que el individualismo liberal no puede constituir una concepción lo suficientemente fuerte para resolver los problemas planteados por la desigual distribución de la riqueza y a la diversidad multicultural Por un lado -precisa-, el liberalismo igualitario ve limitada su capacidad de respuesta frente a las desigualdades sociales y económicas, a causa de su concepción individualista que actúa como último referente; y, por el otro lado, al responder al desafío multicultural, el liberalismo tiende a plantear un matrimonio difícil de consumar entre los derechos culturales e individuales, cuya unión ficticia se resuelve a favor del individualismo.
  El párrafo anterior sólo es una breve muestra de un libro que somete a un análisis la interpretación liberal de los derechos humanos, a la vez que enfatiza la dimensión ética de esos derechos, y de ahí el nombre de ese libro de Jorge Mario Rodríguez, un joven guatemalteco doctorado en Canadá, catedrático en la Universidad de San Carlos y conferencista internacional sobre la materia. La obra merece el interés de abogados, sociólogos y otros científicos sociales.
  (Inés, mujer del activista de DD.HH Romualdo Tishudo, le cuenta a su íntima amiga Lucía: -Durante varios años no supe dónde pasaba las noches mi marido. Estaba por contratar a un detective; pero una noche llegue temprano a casa y lo encontré allí. Resulta que todas las noches estaba en la sala viendo televisión).