El próximo proceso electoral que debiera ser visualizado por la población como una oportunidad para emprender derroteros por nuevos rumbos nacionales, genera más bien apatía e indiferencia. Un reciente estudio confirma los resultados de percepción que la actividad política provoca. La cultura política de los guatemaltecos más bien se encuentra ajena a los pronunciamientos que brotan de las tarimas montadas por los líderes de los partidos políticos.
wdelcid@yahoo.com
La tendencia política de esas peroratas como siempre, es hacia los matices conservadores: llámense innovadores, renovadores, reformadores o cualquier otro sinónimo. La fuerza y energía con la que se entronizó el anticomunismo como forma de pensamiento, como mecanismo de sumisión, generó toda una carga de temores hacia los cambios, hacia lo social, hacia lo revolucionario. Esos temores prevalecen hoy como ayer, prevalecen hoy y al parecer esos temores también predominarán en el mañana.
Todo proceso de cambio es visto con un marcado escepticismo y desconfianza. En tanto los reductores de la función pública apuntalan sus argumentos sobre la base de una libertad líricamente universal, pero que en la práctica es propia de unos pocos. Los privilegiados que poseen el capital para construirse sus propias oportunidades. Los reductores de la función pública apelan a la libertad y asustan que ésta estaría por perderse de manera tal que no hay que fomentar un Estado fuerte, un Estado sólido, mucho menos un Estado subsidiario, un Estado con visión y acción social. Porque el Estado es interventor, porque el Estado reduce las libertades. Reduce «nuestra» libertad. Y el primer gran temor tiende a generalizarse.
La estratificación social que en otras naciones ha sido la fuerza promotora del cambio en sus propias relaciones de producción, aquí, en Guatemala, por el contrario es el valladar que se opone a éste y otras modificaciones. La denominada «clase media», con sus sueños y deseos de sentirse parte exclusiva del grupo de privilegiados poseedores del poder económico que determina el rumbo político y social de toda la nación, se siente amenazada con la sola mención de las denominadas acciones y políticas sociales. Ese es un epicentro que se opone a algo que en realidad desconoce.
El temor se arraigó y no ha podido apartarse del colectivo. Así el tendero, el pequeño propietario de una parcela, de una vivienda o un lotecito y otros pequeños y medianos empresarios, en su momento fueron asustados ante el temor de un Estado confiscatorio. Un Estado que habría de apropiarse de sus bienes para «socializarlos». Un Estado que expropia. El temor a ello ha prevalecido desde su instauración a partir de la invasión de 1954 y la interrupción de nuestro propio proceso de democratización.
Esa ha sido la punta de lanza de una lucha entre el ideal de un Estado fuerte y con presencia efectiva en todo el territorio nacional y una clase política que no ha podido apropiarse, porque no ha podido independizarse, con coherencia del conjunto de acciones necesarias para emprender el rumbo que las mayorías de nuestra población necesitan y merecen en el marco de la ampliación del espectro de oportunidades para todos. Ampliación de oportunidades que debe ofrecer el propio Estado, para que el bienestar sea efectivo a los hoy desposeídos.
Entre las dualidades de un ideario inconcluso, se han producido manifestaciones de corrupción y otras formas aberrantes de la gestión pública. Paradójicamente tal escenario es el que ha promovido otro tipo de temores y en esa atmósfera se acentúa la ansiedad por las acciones de corto plazo. La búsqueda de la pena de muerte como única opción para frenar la criminalidad, por ejemplo y la necesidad de enunciar con más energía que no es necesario incrementar la tasa impositiva, pues el Estado es el cobijo de deficiencias, de ladrones e incapaces, nos provee de otros temores que nos impiden hablar con soltura para ponernos de acuerdo sobre el tipo de sociedad que podríamos construir entre todos.
Así nos estamos dando vueltas, engañados por una rueda que en efecto gira, pero cuyo rumbo permanece fijo. Es la noria en la que repetimos, cada cuatro años, el sueño inconcluso por vencer unos temores colectivos que no nos permitimos superar. De creernos en la fantasía de rechazar lo político. De apartarnos de lo político. Con ello dejamos nuestra conciencia tranquila y sin darnos cuenta servimos a los intereses de los realmente poderosos. Así las cosas, la historia se repite sin que aprendamos de ella.