Contratistas y enriquecimiento ilí­cito


Cuando hablamos de corrupción y se plantea una ley de Enriquecimiento Ilí­cito, nos concentramos en pensar en los funcionarios públicos que se embolsan dinero del erario. El artí­culo 15 del proyecto de Ley Contra el Enriquecimiento Ilí­cito tipifica el delito diciendo que comete enriquecimiento ilí­cito el funcionario o empleado público que durante el ejercicio de su cargo o función pública y hasta cinco años después de haber cesado en él, aumente su patrimonio o su gasto económico de manera desproporcionada al que hubiera podido obtener en virtud de sueldos, emolumentos o incrementos de capital.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Por supuesto que tiene que castigarse al pí­caro que proceda de esa manera, pero el tema es que el enriquecimiento ilí­cito tiene que ser aplicado también a la contraparte de los funcionarios corruptos, porque en todo trinquete de este tipo siempre hay alguien que proporciona el dinero en concepto de mordida o comisión. ¿Cuánto contratista del Estado se ha enriquecido más allá de la ganancia normal de cualquier negocio simplemente porque sus tratos son con funcionarios corruptos que les permiten robar el dinero de los contribuyentes? Contratistas que venden productos a precios superiores a los de mercado cuando se trata de proveer al Estado o de constructores que no sólo inflan el precio de la construcción de puentes, carreteras, edificios y otras obras civiles, sino que además de inflar los precios roban por usar materiales de mala calidad que repercuten en que lo edificado se destruya con el primer invierno.

En Guatemala hablar de empresarios sinvergí¼enzas es tabú y si bien podemos señalar a los contratistas de provincia, a los proveedores que salen de lo que se conoce como la «shumada», Dios libre a quien se atreva a señalar a los empresarios de postí­n, a los que figuran en los más altos cí­rculos sociales porque se consideran de abolengo y trayectoria que atestigua su pretendida «honorabilidad». Los shumos son ladrones y roban, pero los empresarios de alcurnia simplemente hacen negocios.

Yo pienso que mientras nuestra mentalidad colectiva no cambie y entendamos que hechor y consentidor pecan por igual, que lo mismo de pí­caro es el funcionario que se embolsa una comisión o mordida que el empresario que se la entrega, nada va a cambiar en el paí­s porque siempre que haya un contratista dispuesto a ofrecer mordida, encontrará al funcionario dispuesto a aceptarla. El dí­a en que ningún empresario se preste al juego de la corrupción, aunque sea tan sólo por miedo a que lo prensen legalmente y que tenga que ir al bote, ese dí­a acabará la podredumbre porque aun y si hay funcionarios que piden pisto, mientras no encuentren quién se los de, se resuelve el problema. No pretendo, desde luego, restar responsabilidad a los que manejan los asuntos públicos y cobran sueldo del Estado, pero me parece inaudito que concentremos todo esfuerzo únicamente en controlar al sector público, pasando por alto las lacras que también hay en el sector privado donde muchas empresas aceptan como juego normal ese de dar comisiones a cambio de negocios en los que se enriquecen de manera ilí­cita.

Nuestros raseros para juzgar la corrupción son muy distintos, lamentablemente, y es necesario que como sociedad nos replanteemos esa actitud. Ladrón es ladrón aunque sea de familia de abolengo y si no que lo digan los clientes de aquellos bancos que han quebrado.

Para ser sinvergí¼enza no hace falta ser servidor público ni tampoco pertenecer a la shumada, como se nos hace creer. Y hasta que no le digamos pí­caro al pí­caro, aunque sea de postí­n, no esperemos que este paí­s cambie.