Archivo Secreto (En memoria de Boris Castillo)


 No se trata de lo que usted piensa. El caso es que estoy profundamente triste por el trágico fallecimiento de Boris Castillo, vecino nuestro e í­ntimo amigo de mi hijo menor, y como no estoy en disposición de escribir un artí­culo, compartiré con usted un correo que me envió Mayra, una amiga católica de mi aprecio. Es de autor desconocido y dice así­, abreviadamente:

Eduardo Villatoro

De la forma en que yo estaba, un poco despierto y un poco dormido, me vi dentro de una sala. Sólo habí­a una pared llena de cajones para tarjetas, como las que se usan en las bibliotecas públicas. Abrí­ un archivo y comencé a ver una a una las tarjetas. Pronto comprendí­, al leer en las tarjetas algunos nombres conocidos, que era el catálogo de mi vida. Todos mis hechos estaban organizados, mis momentos grandes y pequeños. Leí­ sus contenidos. Algunos me recordaron hechos felices, y otros, actos vergonzosos. El archivo titulado «Amigos» estaba al lado del archivo «Amigos que traicioné». Los otros tí­tulos iban desde las cosas más sencillas hasta las más complicadas: «Libros que leí­», «Mentiras que conté», «Consejos que di», «Chistes que me hicieron reí­r».

Otros no eran nada graciosos: «Cosas que hice en mis momentos de rabia», «Personas que insulté», «Palabras ofensivas contra mis padres dichas a sus espaldas». Estaba perplejo de la cantidad de cosas que habí­a hecho durante mi  vida y otras que deberí­a haber hecho y no hice. Cada tarjeta confirmaba una verdad que yo escribí­ y firmé. Un archivo contení­a el sobre que decí­a «Música que escuché», y seguidamente encontré «Pensamientos sensuales». Sentí­ como un aire frí­o bajando por mi cuerpo. Quedé paralizado al leer su contenido. ¡Qué vergí¼enza! Me sentí­ muy mal al saber que esos pensamientos habí­an sido registrados. Pensé: ¡Nadie debe saber de la existencia de esas tarjetas! Nadie debe entrar en esta sala» ¡Necesito destruir todo esto».

Con agitados movimientos saqué muchos sobres. Salí­an por cantidades inexplicables, pero yo estaba decidido a destruirlos sin importar el tiempo que me llevara. Querí­a ocultar todo aquello. Nadie deberí­a saber el contenido de mis archivos. Pero todas las tarjetas estaban pegadas. Me desesperé y tomé muchas de ellas para rasgarlas; mas fue imposible. Ni una sola. De repente vi un archivo nuevo, como si nunca hubiera sido usado. La perilla para jalar el cajón brillaba de tan limpia. El tí­tulo decí­a: «Personas con las que hablé de Jesús» Saqué las tarjetas, que tomé sólo con dos dedos. En ese momento sentí­ profunda tristeza y comencé a llorar. Lloré de vergí¼enza. Miré la pared de archivos. Estaba todo allí­. Toda mi vida y mis acciones. Pensé: «Nadie puede entrar aquí­. Tengo que cerrar esta sala y destruir o esconder la llave».

Cuando secaba mis lágrimas lo vi y exclamé: «-¡No! ¡í‰l no! ¡Podrí­a ser cualquiera, menos Jesús» Lo miré, sin poder hacer nada, mientras él se acercaba a los cajones y empezó a abrirlos, uno por uno e iba leyendo sus contenidos. Miré su rostro y su inmensa tristeza. Noté en sus ojos que no habí­a enojo sino que sentí­a lástima, compasión y amor  por mí­.

El nombre de Jesús cubrió todas mis palabras escritas en las tarjetas. El nombre de Jesús cubrió el mí­o. Estaban escritas con su propia sangre. Puso su mano en mi hombro y salimos de aquella sala. No existí­a cerradura en la puerta, pero aún hay muchas tarjetas en blanco para ser escritas. ¡Hay una oportunidad para que yo pueda escribir sólo cosas agradables, gentiles y nobles el resto de mi vida!