A pocos metros de La Hora vivía la mamá de Adolfo Mijangos López, quien venía a visitarla con frecuencia. Llamaba poderosamente la atención el esfuerzo que hacía para colocarse en la silla de ruedas y así lo conocí aun antes de entrar a la Facultad de Derecho donde tuve la suerte de ser su alumno. La personalidad de Fito era impresionante en muchos sentidos, no sólo por su agudeza como profesional, su firmeza y claridad ideológica como socialdemócrata y su vertical honestidad, sino también por su sentido del humor.
ocmarroq@lahora.com.gt
En 1970, cuando terminaba el gobierno de Julio César Méndez Montenegro, se produjo la primera participación importante de la Democracia Cristiana que abrió espacios a varios intelectuales y dirigentes de la izquierda democrática para conformar el proyecto de unidad nacional que encabezaba Jorge Lucas Caballeros. Recuerdo que hubo algún debate a lo interno de la Unidad Revolucionaria Democrática -URD-, porque Manuel Colom decidió lanzarse con un comité cívico en busca de la Alcaldía capitalina y otros dirigentes, con Fito a la cabeza, creían que era importante llegar al Congreso y desde allí realizar el esfuerzo por la transformación del país y la apertura de espacios democráticos que sistemáticamente se les venían negando desde el mismo triunfo de la llamada Liberación que dirigió Carlos Castillo Armas.
Fito había sido de los jóvenes profesionales que firmaron el manifiesto contra el plebiscito para convertir a Castillo Armas en Presidente Constitucional y luego tuvo que soportar exilios como consecuencia de su firme actitud. En ese tiempo se le reputaba, junto a Meme Colom y a Pancho Villagrán Krámer, como los dirigentes de una nueva generación de políticos de la izquierda democrática. Apenas si algunas gentes hablaban ya de la socialdemocracia y reconocían en estos dirigentes y en quienes conformaban la plana mayor de la URD, una expresión de esa tendencia ideológica. Electo diputado al Congreso en las elecciones en las que fue electo presidente de la República Carlos Arana Osorio, Fito Mijangos fue un diputado que llegó al mandado y no al retozo. Todas sus actuaciones en el Congreso fueron claras y decisivas, congruentes con su línea de pensamiento y con su compromiso por hacer de Guatemala un país más democrático en el que pudieran tener expresión las distintas corrientes ideológicas que habían quedado proscritas por normas como la Ley de Defensa de las Instituciones Democráticas que era la máxima expresión represiva que pueda imaginarse. Tanta verticalidad iba a tener un alto costo.
Le tocó una etapa muy difícil porque el 13 de noviembre de ese mismo año 1970 se produce la declaración de estado de sitio que abrió las puertas al ingreso del Ejército al campus de la Universidad y a la realización de numerosos cateos y capturas en el marco del estado de excepción dispuesto por Arana y que censuró a la prensa nacional. Nosotros mismos tuvimos que soportar la presencia de un censor que decidía qué se podía publicar y qué no, antecedente que me sirvió para rebelarme cuando Serrano nos mandó a su grupo de censores. El asesinato de Fito Mijangos, cometido de manera cruel y a mansalva contra un hombre que estaba en su silla de ruedas, conmovió al país, pero la impunidad histórica encubrió a los criminales. Ni duda cabe que fue un crimen político y que fue perpetrado si no bajo las órdenes, por lo menos con el auspicio de autoridades de gobierno, tanto así que nadie movió un dedo para esclarecerlo.
Mañana, al conmemorar los cuarenta años de ese brutal crimen cometido frente a la céntrica oficina de Fito, los guatemaltecos deberemos recordar a un hombre íntegro, capaz, valiente y patriota, víctima de la intolerancia que nos ha marcado por tantos años. Ese día yo perdí más que a un maestro. Perdí a un amigo y a uno de los hombres que más he admirado en mi vida.