Durante mucho tiempo, demasiado tal vez, se nos hizo creer que los actos delincuenciales eran el producto de un reducido grupo de resentidos sociales. Aquellas personas que no obstante haber nacido en el país de la «eterna primavera», se manifestaban con actitudes antisociales. Así la noción de delincuente, de ladrón y hasta de criminal rayaba en la excepción dentro del colectivo social. Ellos (los delincuentes) en consecuencia poseían dos características que les distinguían: eran pocos e identificables. Con el paso de unos pocos años, esa percepción cambió vertiginosamente. Hoy la inseguridad ha de manejarse más allá del discurso, tal y como no lo ha enseñado, para bien y para mal, la actual administración.
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El conflicto armado interno que oficialmente concluyó el 29 de diciembre de 1996 (este año se cumplirán quince de la suscripción del «Acuerdo de Paz Firme y Duradera»), fue el escenario que opacó el desenvolvimiento del conjunto de redes de impunidad que se entretejieron durante esos años y desde antes. Algunas de estas redes criminales se conformaron alrededor de uno de los actores del conflicto, el propio Estado. Otras, al margen de éstas y, paulatinamente, conforme aumentaba la demanda de estupefacientes y drogas alucinógenas para la sociedad estadounidense, unas de naturaleza transnacional.
La posición geopolítica de Guatemala respecto del desenvolvimiento de la «Guerra Fría» y la concepción de nuestro país como el «traspatio» de la superpotencia, nos colocó de hecho como un espacio de «cuadros» (unos cuantos blancos, unos cuantos negros) en el tablero del ajedrez mundial en el que se desarrolló la lucha anticomunismo-comunismo. En ese escenario de guerra en tanto en El Salvador se proveían hasta un millón de dólares al día para combatir a los «subversivos», aquí se ensayaban otras formas de lucha contrainsurgente focalizadas en actos de represión colectiva, «tierra arrasada» y otras expresiones de violencia indiscriminada. «Se le debe quitar el agua al pez», era una de las consignas para reducir, hasta aniquilar, cualquier simpatía comunitaria al movimiento guerrillero guatemalteco.
Hacia el inicio de la década de los ochentas en el siglo pasado, con el triunfo sandinista contra la dictadura somocista, en Nicaragua, la intensidad del combate contrainsurgente se incrementó. En el suelo de nuestros vecinos, la oligarquía entendió y atendió la necesidad de propiciar ciertos cambios para combatir por la vía de las mejoras sociales, el curso de la sociedad en su conjunto. Aquí por el contrario, las posiciones se radicalizaban. Se enconcharon y se agudizaron los opuestos. Y las redes criminales que desarrollaban sus actividades alrededor del contrabando de mercancías, para luego hacer el trasiego de armas, vehículos y personas, crearon la infraestructura idónea. El salto hacia el traslado de drogas y estupefacientes fue prácticamente fácil.
El consumo local de drogas en el mismo período fue alrededor de cierto aire de «misticismo» por la influencia «hippie» de la sociedad norteamericana. Pero para entonces, los abismos sociales se habían pronunciado. La población había crecido en un rápido ascenso y lo que al inicio de los años sesenta, eran unos cuantos, dos décadas más tarde, eran cientos y hasta miles de desplazados sociales. Personas empobrecidas por las miserables condiciones de su aún más lacerante, precaria sobrevivencia. Y de esto, la poderosa clase económica criolla, se hizo de la vista gorda.
Ante este escenario, paralelamente se venían «armando» otros ejércitos: los ejércitos delincuenciales. Las pandillas se transformaron en maras. Las maras en fanáticos de la osadía y la vida rápida y, los cerebros tenebrosos de los criminales que las dirigen, acentuaban sus dominios. El pago de «impuestos», la demanda de extorsiones y el desprecio por la vida fueron las principales características de un grupo de antisociales que ya no era reducido, que ya no era fácilmente identificable. Que extendían sus dominios tanto «territoriales» como conceptuales. La inseguridad ahora generalizada como una conviviente social, no es combatible con planes segmentados. La inseguridad es combatible con un conjunto de acciones que al igual que en sus inicios, habrá de partir de la propia organización social. La sociedad puede y debe demandar seguridad, pero no es posible que tal requerimiento se haga dando la espalda a la responsabilidad colectiva que tenemos frente a un enemigo que aumenta su poderío, frente a un enemigo que habita en nuestras vecindades. De hecho ha de hacerse algo, seguramente mucho, mucho más allá del discurso. Ya veremos que se propone.