REALIDARIO (DCLXXXI)


PENA DE VIDA. Cuando te engendra el rencor, la inercia, la ignorancia, la irresponsabilidad, la impulsión, la costumbre…

René Leiva

Cuando te sueltan en una sociedad perversa, desigual, clasista, antagónica, indiferente, hipócrita, contradictoria, inhumana…

Cuando te sentencian a mendigar, vagar, drogarte, prostituirte, delinquir, trabajar desde los cinco años de edad, envidiar, resentir, frustrarte, nunca llegar…

Cuando interrogás y te cuestionás, de mil maneras, desde tu asombro domado, sin llegar a responderte: ¿Y esta era la vida?

Cuando no alcanzás a perdonar, con tu insignificante perdón, a esa enorme maquinaria que te impuso a vos, inocente, pena de vida, ¿Pena debida?

Hermano, hermanito.

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SANGRE DESCAFEINADA. Con el tamiz de la hoja de periódico o de la pantalla electrónica, previa edición de la crudeza, los voluntarios o involuntarios consumidores del horror nos hemos habituado a realizar exhumaciones y autopsias virtuales, a cercenar cadáveres no siempre muertos o hacer de cirujanos empí­ricos, casi carniceros.

De repetida la experiencia, hemos encallecido el corazón, estómago y otras entrañas, capaces de digerir la atrocidad de cada dí­a, sin por ello sucumbir o desertar de esta batalla inmerecida de todos contra todos.

Hemos devenido un poco bomberos, policí­as, socorristas, empleados de empresas funéreas, reporteros curtidos en la desgracia. Somos ya habituales del tiro de gracia, las cuchilladas, la señales de violación sexual, ataduras con alambre, bolsas de nailon con miembros humanos, explosiones terroristas, veladoras y vasos con agua sobre el asfalto polvoriento.

Tal vez pasamos impasibles entre los restos esparcidos de un cadáver, sorteando un pie mutilado, un tórax, una cabeza, una mano, sordos a los gritos estrangulados, porque vamos tarde al trabajo o a la tienda de la esquina. (Es nuestra la resaca de la droga, el rock y la pólvora que los adictos al demonio consumen en la oscuridad de sus cavernas.)

Antes, nuestra sensibilidad oscilaba, enganchada a una cruz, entre la esperanza y la justicia. Ahora ya no necesitamos anestesia para que nos implanten el espanto o nos extirpen la compasión. Empezamos el dí­a, o lo terminamos, ante una humeante taza de sangre descafeinada, pero siempre tragamos con temblor el sabor de la impotencia.

(En otras hostilidades, no tan lejanas ni ajenas, la guerra sucia, de diferente signo colectivo, con el terror de Estado y las masacres, la sangre parecí­anos extraña y distante, menos plural, apenas conjugada en el nosotros, pero eternamente nuestra, sustento de la memoria que nos ata.)