«La piel de los dí­as» de don León Aguilera


Grecia Aguilera

«Es una como piel supersensible el dí­a. ¿De qué material integrada? De vidrio gris, de celaje de oro, de nube oscura, de lluvia, de humus liquescente, de pluma morada al viento, de pelusilla al aire. ¿No es que la piel es como el tacto mismo del ánima, de esa ánima oculta en lo recóndito, en lo más secreto del ser uno mismo? Hay frí­o. Pasa la sensación del frí­o. La mayorí­a se abriga, algunos indiferentes o con aire de valentí­a se presentan con sus trajes ligeros. Hasta una linda fémina osa lucir un escote. Sentimos el frí­o, o de otra manera no serí­amos humanos. Y al estremecernos con el clima es porque le rendimos un grato culto al calor, ese que nos hace gratamente cálidos, de pies a cabeza, sobre todo cuando de noche nos arrebujamos entre las colchas. Es el calorcillo de la sangre una gloria terrenal contra la intemperie y con razón el médico Jean Fernel hace cuatro siglos se preguntaba: ¿a dónde va el calor cuando uno se extingue? Y llegó a pensar que en el calor humano se alojaba el ánima. Lo que en nosotros se guarece es una almita errante y perturbada, asustadiza de la realidad, siempre esperanzada, siempre nefelibata, urdiendo las cosas de la tierra como si las erigiese con las nubes. Hay algo de niebla, de nubarrón, de viento y hasta de huracán en el transcurrir del alma. Quizá la palabra parece obsoleta y podrí­amos llamarla Psique. La Psique, el alma. Sólo el espí­ritu permanece como una ardiente, clara y serena llama interior. Podemos alcanzar cierta plenitud. Decir, qué bella mañana. Bendecir el equilibrio corporal y pulsar la sangre como quien ausculta un correr de cálidos rubí­es. Es la plenitud por momentos. Es la euforia por instantes. Porque la dicha se exprime del bregar, del preocuparse por sobrevivir y superarse diariamente como por gotas. Mas una gota cintilante de gozo, un rocí­o rútilo de felicidad bien valen las cien horas de duro fruto de donde se exprimió. Feliz quien retiene el paso fugitivo de la belleza y quien exploró en la unión con la amada la ansiedad por poseer el infinito mismo. Más hay en la laxitud tras estas huidizas, inefables zonas de luz un sutil residuo de melancolí­a, ante cuanto no podemos detener, ante cuanto transcurre en forma inexorable. En vano clamamos interiormente a uno de esos momentos de claridades tintineantes: ¡Detente! ¡Un momento! ¡Aún más! Parece como si el ser humano no estuviese perfeccionado para inundarse en un continuo esplendor, o para sumergirse en el goce como en un mar perpetuo, porque ha menester de los contrastes de dolor y salud, de pena y alegrí­a, de tiniebla y luz, de debilidad y potencia, de desmayo y firmeza, para saborear la dulzura, tras lo amargo, y el cielo de oro y azul tras las tormentas. Somos los viajeros del tiempo. Somos peregrinos y volátiles. Y cuando queremos eternizar un éxtasis de amor hay como un comando porque somos limitados, porque nuestras fuerzas no son ni angélicas ni demoní­acas, sino las febles del hombre. Los dí­as son como las ventanas sucesivas del alma. Por allí­ se asoma ilusionada o deprimida. Así­ como basta una nube oscura para ocultar a su paso el sol, así­ basta un contratiempo, aún el más leve a veces, para enturbiar el panorama bajo alas lóbregas. Palpitan los segundos. Con rápidos rosarios de diamante. Cuán poca cosa un segundo, y es la trama misma del tiempo como el átomo lo es de todo lo creado. En esto radica esta piel tiernamente dolorida por cuanto se nos escapa y por cuánta dicha idí­lica o triunfal gozamos y luego se nos esfuma. Somos como el humo, como el vapor en busca de una altitud, de las estrellas mismas. ínima que se evapora, en esta contienda diaria por vivir, por ser más allá de la carne, a través del amor y de la creación.»