Quizá nunca se ha hablado tanto del matrimonio como en nuestros días, pero al mismo tiempo, nunca se le ha tomado tan a la ligera como hoy.  Basta ver las estadísticas, la opinión de los expertos y la constante invitación de las religiones (especialmente la católica) para observar que el tema goza de salud rebosante.
           Recientemente, por ejemplo, Alain Besaní§on escribió un libro titulado Cinq personnages en quíªte d»amour en el que hace un trabajo interpretativo del amor a partir de personajes literarios (desde la Odisea, pasando por la Biblia, Tristán e Isolda hasta concluir con Rousseau y Flaubert) para defender (este es el verdadero propósito de la obra) la unión perdurable o el matrimonio «hasta que la muerte los separe».
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            En un comentario dedicado al libro se lee que Besaní§on concluye, en el caso de los poemas homéricos, que no obstante las numerosas aventuras de Ulises, «hay un solo y único amor en la Odisea y es el conyugal» y que, por tanto, en la cultura clásica el matrimonio largo y fiel permanece como un ideal indiscutible.
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            Para Fernando Savater, sin embargo, contrario a todo lo que se diga, no es la monogamia «lo natural», sino la poligamia (especialmente en épocas en que se necesitaba que la población aumentase cuanto antes).  Nada de amor para siempre.  Y cita a Emilio Corbiére para dar fuerza a su afirmación: «la cuestión del sexo en el judeocristianismo y en el mahometanismo es una muestra de estupidez humana. El verdadero sexo era el de los griegos, de los presocráticos, que era libre. Esta concepción judeocristiana que lo considera pecado está en contra de la historia y del desarrollo humanista».
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            «Pecado contra natura» sería vivir con una sola mujer para siempre, insinúa el español.  De hecho, dice, habitualmente existe una disociación entre el afecto a largo plazo -el que se tiene con una mujer por razones económicas, por mantener una estructura familiar, para criar y cuidar a los hijos- con el puntual interés sexual que es algo mucho más lúdico, relacionado con la satisfacción de los sentidos y que no tiene por qué tener mayor trascendencia.  «Es decir, hay personas con las que queremos vivir y hay otras con las que deseamos hacer el amor, y hay veces en las que queremos hacer el amor con aquellas personas con las que también nos gusta vivir».
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            Estas «aventuras lúdicas» son las que provocan los pleitos consabidos en casa y las dolorosas separaciones entre ambos cónyuges.  Aunque, afortunadamente, cada vez más parece que los esposos están dispuestos a perdonarse y a disimular sus pequeños deslices,  «canas al aire» o «debilidades de la carne», como se la quiera llamar.
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            Recientemente el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, en relación a la unión sólida entre los esposos afirmó que «no se puede afrontar seria y responsablemente el futuro del hombre -un futuro digno- si se prescinde del matrimonio y la familia».  Son palabras muy bellas y quizá hasta atinadas, pero alejadas de la praxis de la sociedad de su país.  Los españoles, como se sabe, viven un secularismo extremo que les provoca sordera aguda frente a cualquier prédica eclesiástica.
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            No sé qué piense usted, pero í“scar Wilde solía decir que «el encanto del matrimonio es que provoca el desencanto necesario de las dos partes».  Algo así es la cosa, me parece.
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