Como todos los años, la fijación del salario mínimo constituye el cumplimiento de un deber presidencial en el que no se queda bien ni con Dios ni con el diablo, puesto que las partes expresan su desacuerdo con el monto. Para los trabajadores siempre es insuficiente el aumento mientras que los empresarios manifiestan su resistencia con la eterna cantaleta de que se perderán puestos de trabajo como resultado del incremento.
El argumento es insostenible porque no se puede defender ni justificar que con tal de tener empleos se acepten sueldos de miseria que ni siquiera llegan a cubrir el costo de la canasta básica de alimentación para una familia. Pero es obvio que la actitud de algunos empresarios no toma en cuenta la necesidad de dignificar el salario para dignificar, por esa vía, la vida de los trabajadores del país.
Comparativamente con los salarios que se pagan en la región, el mínimo de Guatemala no es como para ahuyentar la inversión y hacer que los empleos se trasladen a otros países. De hecho, el país que más compite con el nuestro en atraer inversiones es Costa Rica, donde se pagan salarios más elevados porque tienen también una mano de obra más calificada, pero que tiene gancho con los inversionistas por otras razones, especialmente las que tienen que ver con seguridad.
Si, como dicen voceros de las maquilas, se perderán alrededor de quince mil empleos porque aumentó el salario mínimo para ese campo, la verdad es que no se estarán perdiendo quince mil empleos dignos, sino quince mil oportunidades para explotar a la mano de obra guatemalteca pagando salarios indecorosos que no sirven ni siquiera para cubrir el valor de los alimentos mínimos que debiera ingerir una familia.
Creemos que el salario mínimo es una necesidad debido a que, como se demuestra con esas reacciones de resistencia, de no fijarlo el Estado, estarían pagando sueldos todavía más miserables y de hecho, aun con salario mínimo, hay muchos lugares en los que se contrata personal en condiciones que no llegan a cubrir los mínimos legales.
Sostenemos que ya no debe perderse el tiempo en juntas paritarias que jamás se van a poner de acuerdo porque la misión de los delegados es simplemente la de torpedear los acuerdos para impedir que se establezca un salario mínimo, estrategia que les funcionó a la perfección con Berger que se lavó las manos de incrementar los sueldos sobre la base de la falta de consensos. El Estado tiene el deber de tutelar los derechos elementales de los trabajadores y el salario mínimo, como se demuestra, es una absoluta necesidad.