Hace nueve años, en un finisecular artículo de la revista académica digital «Polis»
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de la Universidad Bolivariana de Venezuela, me topé con estos conceptos del filósofo Martín Hopenhayn, que me impactaron profundamente. Hoy quiero compartirlos con usted, estimado lector, al final de la primera década del siglo XXI. Frente a las dinámicas del mundo contemporáneo la producción de sentido colectivo es una caja negra, o al menos una caja de pandora. Puede, por ejemplo, desembocar en un integrismo cultural y valórico que adquiere rasgos mesiánicos de distinto tipo: movimientos escatológicos de izquierda y movimientos neofacistas de derecha, probablemente marginales y sin perspectiva de alterar el patrón de desarrollo capitalista, pero con efectos disruptivos en el orden público y en la seguridad ciudadana; grupos esotéricos cerrados que objetan en bloque todo lo que huela a modernidad y progreso; tribus suburbanas que recrean los íconos de la industria cultural en código propio y sin traducción hacia el resto de la sociedad; idolatrías obsolescentes en que se mezclan, de modo siempre singular, el glamour del estrellato con las carencias crudas de la cotidianeidad; el panteísmo urbano-posmoderno en que los semidioses adorados van desde el código satánico (a lo Iron Maiden) hasta el código andrógino (a lo Fredy Mercury), travesti (a lo Boy George) o ascéptico (a lo Michael Jackson). Sin embargo, en las antípodas de esta segmentación tribal en que los ídolos e íconos se consumen de modo tan diferenciado, está el efecto unificante y transnacionalizado que impone la actual cultura publicitaria. Los grandes centros comerciales y sus escaparates, locales de fast-food y de video-juegos, ferias de automóviles, deporte-aventura y parques de diversiones: da lo mismo si están en su lugar de origen (los Estados Unidos), o en cualquier ciudad latinoamericana. Estos fenómenos culturales, tienen la misma impronta en todos lados, la misma estética publicitaria, el mismo hiperritmo de sabores y colores, la misma cooptación de la creatividad por el mercado. Es el mundo transnacionalizado donde la riqueza de la imagen corre pareja con la pérdida de espesura, y donde la circulación de las imágenes es tan fluida como la del dinero. Hay una nueva racionalización global en que priva el continuo reciclaje de formas, la combinatoria que genera provisorias diferencias específicas, la fusión del marketing, shopping, zapping, trecking, etcétera, en una subjetividad que se duplica al infinito a lo ancho del continente Latinoamericano. La vida se modifica en este pacto entre el metabolismo interno y la velocidad de circulación de la imagen. Ya no es la preminencia del ojo y el oído sobre el resto de los órganos sensoriales (como lo planteó hace más de 30 años McLuhan), ni de las sensaciones sobre el análisis (al estilo Maffesoli), sino la prevalencia de la composición sobre el sentido, del editing sobre el argumento (al estilo Lyotard o Baudrillard). Por cierto puede haber decodificaciones y recreaciones específicas generadas por un grupo o en un lugar, pero la racionalización homogeniza por el lado del esteticismo de pantalla y de la provisoriedad de las identificaciones, une las diferencias bajo el vértigo común de la obsolescencia acelerada que es propia de los mercados competitivos. En otras palabras, porque hay racionalización universal en el consumo, hay enorme potencial de diversificación en los sentidos que se abren, a escala local, de ese mismo consumo. Nos fundimos con una nueva forma de la racionalidad instrumental que sustituye, opone, contrasta, ilustra, sugiere, desecha y recicla. En cada uno de estos actos hay una diferenciación en potencia, el embrión de un nuevo código tribal o de un nuevo rito intraducible. En el campo de los mercados culturales y de la cultura del mercado un espectáculo incesante: infatigable secuencia de siluetas, figuraciones, recombinaciones hipercreativas. Esta sensibilidad «light» se estrella, empero, con el muro opaco del descontento social, coexiste sin diluirse con los jóvenes «duros» de las ciudades latinoamericanas. La juventud popular urbana difícilmente puede aceptar la suave cadencia posmoderna desde su tremenda crisis de expectativas. Pero, sólo ingresando en este régimen donde la imagen circula a la velocidad de la moneda (y, por tanto, tiene siempre más valor de cambio que de uso), puede el sujeto reconfigurar sus expresiones y hacerlas visibles en el espacio público, sea la
calle, el muro, la pandilla, la fiesta del barrio, la barra brava o el videoclip. Fuente: http://www.revistapolis.cl/2/Hopenhayn1.pdf