Ni apertura ni transición, más de lo mismo…


Para empezar, considero necesario hacer un par de puntualizaciones. La primera se refiere a que, hasta antes del artí­culo anterior, vení­a homologando las etapas de un perí­odo a lo que en realidad corresponde identificar como las fases del mismo. La segunda es que, en el lenguaje polí­tico y periodí­stico, cuando se habla de la fase iniciada en 1986 indistintamente se le caracteriza como apertura polí­tica o apertura democrática o transición a la democracia.

Ricardo Rosales Román
rosalesroman.cgs@gmail.com

Según el Diccionario de la Real Academia Española, perí­odo es el «tiempo que tarda un fenómeno periódico en recorrer todas sus fases…»; define las fases como «cada uno de los distintos estados sucesivos de un fenómeno natural o histórico»; y, las etapas, como la «época o avance en el desarrollo de una acción u obra». De manera que, en beneficio de la precisión, corresponde hablar de las fases de un perí­odo determinado y no de las etapas del mismo.

En cuanto a la apertura o a la transición corresponde decir que, en nuestro caso, se podrí­a hablar de apertura si lo que en realidad estuviera ocurriendo fuera una «tendencia o posición favorable en lo polí­tico, ideológico…, a actuar conforme a criterios menos cerrados o intransigentes» (DRAE) y, se podrí­a caracterizar la transición si en verdad se estuviese ante una «acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro» (í­dem).

Como es fácil advertir y, estrictamente hablando, no se puede decir que de 1986 en adelante se haya empezado a pasar «de un modo de ser o estar a otro» y, menos, que se ha venido actuando «conforme a criterios menos cerrados e intransigentes».

Es cierto que ni jurí­dica ni de hecho se puede hablar de un vací­o institucional. Lo que sí­ se puede y debe insistir es que se está en presencia de una crisis institucional prolongada y cuyos intentos fallidos por la reinstitucionalización del orden roto corresponden a los intereses y conveniencia, en un primer momento, de camarillas militares reaccionarias, grandes terratenientes, monopolios extranjeros y gobernantes estadounidenses para que, enseguida, pasaran a predominar -además de los ya referidos- los del poder oligárquico, el empresariado organizado, el libre mercado, las privatizaciones, el neoliberalismo y la globalización.

Lo que tampoco se debe dejar de insistir es que en las rupturas del orden constitucional y en los intentos por restablecerlo, nada, absolutamente nada, ha tenido que ver el movimiento social y popular ni las fuerzas democráticas y progresistas.

No fue así­ cuando se empezó a hablar de apertura polí­tica o de apertura democrática o de transición a la democracia. No lo fue, tampoco, en mayo de 1963, durante el intento de autogolpe del presidente Serrano Elí­as.

La entonces emergente sociedad civil le hizo el juego a unos cuantos militares, dizque antigolpistas, a la oligarquí­a tradicional y al Comité Coordinador de Asociaciones Agrí­colas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF).

De 1985 a la fecha, siete son los gobernantes que se han sucedido en el manejo de la cosa pública. Salvo dos -el gobierno del presidente ílvaro Arzú (1996 – 2000) y el del presidente í“scar Berger (2004 – 2008), que sí­ se les puede caracterizar como gobiernos de los empresarios, para los empresarios y por los empresarios-, ninguno más ha tenido, en realidad, el poder polí­tico.

Es en esto y a causa y consecuencia de esto en que radican sus debilidades y limitaciones, explica el voto de castigo de la ciudadaní­a, el transfuguismo polí­tico y que ni uno solo de ellos haya podido garantizar la continuidad de su gestión y de los partidos o movimientos que les hayan apoyado, además de la recurrente mayoritaria abstención, votos anulados y papeletas en blanco. Puede decirse, entonces, que los gobernantes civiles así­ electos vienen a ser la continuidad de los gobiernos militares y que ninguno ha tenido la decisión y estado en condiciones y capacidad de enfrentar el narcotráfico, el crimen organizado, la inseguridad ciudadana, la corrupción, la impunidad, el tráfico de influencias, el enriquecimiento ilí­cito y la falta de transparencia en el manejo de los recursos del Estado.

Unos, más que otros, han vuelto la vista para otro lado y, al menos, en un caso que está en investigación, se organizaron grupos y cuerpos paralelos de represión y limpieza social al más alto nivel.

En consecuencia, lo que se ha dado en denominar como apertura polí­tica o apertura democrática o transición a la democracia en lugar de explicar lo que en realidad está sucediendo, confunde. Es más de lo mismo o algo muy parecido a aquel funesto y aciago legado del pasado (1954 – 1986). http://ricardo rosalesroman.com/