El Mercado de la Placita Quemada


Rosana Montoya, A-1 397908, rosana.montoya@yahoo.com

Siento que el espí­ritu primero de mi niñez se convirtió, hace un par de dí­as, en otro significado, menos el que se quedó atrapado en el tiempo viejo, que me tocó vivir.  La Guatemala de entonces, donde todo estuvo localizado alrededor del Palacio Nacional, quiero decir de la zona uno, donde las distancias eran cortas y todo quedaba ahí­ nomás. Hace un par de dí­as se perdieron. Se perdieron las distancias, igual que las figuras heredadas del nacimiento. En la desenvoltura de cada año, iba impresa la misma historia del año pasado. La compra de musgo y manzanilla eran marcadas con el mismo marchante del mercado de la Placita Quemada, que visitaba sin falta cada ocho dí­as mi mamá Gela, durante el transcurso de todo el año y para las fiestas navideñas, no iba a ser la excepción. Los ingredientes del ponche eran escogidos con mano conocedora, de la vendedora, que elegí­a lo mejor de su puesto, para ofrecerlo a sus clientes habituales, palpaba cada fruta, con la maestrí­a que dan los años, y como si de piezas de cristal se tratase, las envolví­a en pedazos de papel blanco y hojas secas de papaya. En ví­speras de las doce, la noche de Navidad, con las viandas ya en el horno, y los tamales en la estufa de leña, eran sacadas del trinchante del comedor que permanecí­a todo el año con llave, las piezas de porcelana, seleccionadas e inspeccionadas minuciosamente, donde serí­a ofrecida la cena de Navidad. Y la hechura de los tamales, un ritual, casi pagano, donde eran escogidos los animales elegidos al sacrificio, con meses de antelación. Antes no se gustaba del pavo, sobre la mesa. El rey era el chompipe entre los tamales. Y la pierna de cerdo rellena, obra culinaria de la misma cocinera que habí­a celebrado muchas Nochebuenas, adorable señora, que gozaba del cariño de los niños, también era depositaria de la economí­a de la casa, donde hubo Navidades peores y mejores, según como le hubiera ido en las finanzas al patrón; y quién mejor que ella, la cocinera, que manejaba el monedero de la casa. Y por si fuera poco, también hací­a de Celestina con las señoritas de la casa, al recibir los mensajes telefónicos de los enamorados y opinando sobre cual o tal. En los rezos de las posadas previas a tan significativa fecha, eran el punto que uní­a a niños, adolescentes y al resto de la familia adulta. Entre cohetes y ametralladoras dejé mi juventud, sin más responsabilidad que ser feliz, sin ninguna obligación. Ahora soy yo la que desempaca la porcelana, aún sigue presente en mí­ la figura de mi mamá Gela.