SAN JUAN DIEGO Y LA NOCHEBUENA EN GUATEMALA


Novena a Santa Maria de Guadalupe, México, 1649 (Colección particular)

Desde que los primeros pobladores de América ingresaron por el estrecho de Bering buscando los alimentos necesarios para su subsistencia, durante el paleolí­tico inferior, hasta los pueblos actuales, las antiguas tradiciones se han conservado casi í­ntegramente, evolucionando algunas -sincretizadas-, hacia formas más complejas y de mayor progreso motivadas por el influjo de culturas extranjeras, producto de las grandes inmigraciones y la resultante convivencia.


San Juan Diego Cuauhtlatoatzí­n y la Virgen de Guadalupe, grabado mexicano de finales del siglo XVI. (Colección particular)El Padre Eterno pinta el lienzo de la Virgen de Guadalupe. A su lado, el Espí­ritu Santo y Jesús, El Hijo; las tres figuras de la Santí­sima Trinidad. Pintura mexicana del siglo XVII. (Colección particular)

Al asomarnos a esta admirable evolución histórica encontramos evidencias de la profunda conciencia religiosa de los pueblos americanos, en la que se hacen presentes los dioses creadores que proveen al hombre la subsistencia, propician la fertilidad de la tierra, les proporcionan los animales que los alimentan y hacen que la muerte contribuya a la vida. En las fuentes indianas escritas como el «Pop Vuj» se menciona a la mujer alternando con el hombre, ocupando el primer plano en la familia y en la religión, divinizada en Ixquic e Ixmucané, personajes centrales desde donde se gesta un nuevo derecho matriarcal dentro del mundo maya, del cual surgen los héroes civilizadores Hunahpú e Ixbalanqué, colocando al lector de frente ante el rito purificador que proyecta la confianza en las diosas de la fertilidad agraria.

A nuestro modo de ver las cosas, este influjo le da al hombre primitivo mesoamericano, una posición más desahogada, permitiéndole esta circunstancia tener más tiempo libre, dedicándose a la creación por medio de la escultura, la pintura y la música, surgiendo posteriormente obras admirables de arquitectura, complementándose la cosmovisión con la elaboración de un calendario de fases lunares orientado principalmente a regir el culto religioso y el esplendor de la agricultura, antecedentes directos de las actuales fiestas conmemorativas de fin de año, incorporadas al calendario cristiano, entre las que se encuentra la Nochebuena, la Navidad, la Noche Vieja y el Año Nuevo. De las culturas ligadas a la homogeneidad mesoamericana, la Azteca, que al igual que nuestros ancestros Mayas, maravilló a los conquistadores europeos, la cual se auto consideraba pueblo elegido del Sol, su máxima deidad, por depender de ella toda la vida, creó cosmovisiones mitológicas bajo el sí­mbolo de un águila comiéndose a una serpiente. Del panteón Azteca se puede mencionar a Tlaloc, Dios de la lluvia, Tezcatlipoca, Dios de la guerra, Xipe Totec Dios de la primavera, por mencionar algunos, todos hijos de Coatlicue, Madre de los antiguos dioses o Tonantzin, Madre nutricia, la que permaneció en un cerro de adoración nahuatl desde los perí­odos formativos, llamado Tepeyac, centro de devoción religiosa para los habitantes del valle de México.

Finalizada la conquista bélica de principios del siglo XVI, millares de indí­genas fueron convertidos e incorporados a la sociedad europea, bautizados durante la primitiva evangelización. Se destruyeron las efigies de sus dioses y se derribaron sus templos, no obstante lo anterior, las antiguas creencias trascendieron, valiéndose incluso del culto cristiano, en el cual se ocultó la ritualidad y religiosidad milenaria preexistente, la que fue reencauzada por los religiosos, ante la imposibilidad de erradicarla, permitiéndose la presencia de los nuevos integrantes de la iglesia universal en los lugares sacros indí­genas, conforme la tradición prehispánica, edificando en su lugar nuevos santuarios dedicados al cristianismo, al santoral cristiano y a la virgen Maria. 10 años después de la conquista final de México y caí­da de Tenochtitlán, el 9 de diciembre de 1531, ocurre el «Acontecimiento Guadalupano». En el orden terrenal, su principal personaje fue un indio llamado Cuauhtlatoatzin, quien según el testimonio del padre Luis Barrera Tanco, en su libro «Informaciones Jurí­dicas» publicado el 14 de abril de 1,666 refiere que «…Y habiéndose bautizado en el año de mil y quinientos veinte y cuatro que fue cuando vinieron los religiosos del Sr. Sn. Francisco de cuya feligresí­a era, es constante haberse bautizado de cuarenta y ocho años de edad».

El indí­gena converso recibió el nombre cristiano de Juan Diego. En el año de 1531, el indio Juan Diego acudí­a a la doctrina de Tlatelolco, un barrio de la ciudad de México, en donde existí­a una capilla careciendo aún de convento, escuchaba la celebración de la Misa y las «cosas del Dios cristiano» por medio de la doctrina que les enseñaban los frailes, saliendo muy temprano de su residencia en el pueblo de Tulpetlac, recorriendo a pie el camino, debiendo bordear el cerro del Tepeyac para alcanzar su destino.

En la fecha referida, según Antonio Valeriano, siendo las primeras horas de la mañana, ocurre la primer aparición de la Virgen en su advocación de La Inmaculada Concepción, Santa Marí­a de Guadalupe, repitiéndose la mariofaní­a en varias oportunidades los tres dí­as siguientes, manifestando la Sra. Del cielo su deseo de que se construyera un templo dedicado a ella en ese lugar. La incredulidad de la autoridad religiosa local pidió a su vez una prueba divina, la cual se entregó el 12 de diciembre de ese año.

El papel determinante de Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el milagro consiste en cumplir el mandato de la Virgen Marí­a que lo envió a cortar rosas que misteriosamente habí­an florecido en lo alto del cerro durante el helado invierno para llevarlas en su ayate o tilma ante Fray Juan de Zumárraga, ocurriendo que al mostrar el encargo apareció la imagen de la virgen Marí­a en la tela.

El original se conserva en la basí­lica edificada en el sitio conforme la voluntad celestial expresada desde hace 469 años. El relato de las apariciones está contenido en otra fuente indiana de trascendental importancia. El escrito en lengua nahuatl que se conoce como el «Nican Mopohua» que traducido al castellano es «Aquí­ se narra» primeras dos palabras del autor, Antonio Valeriano, indí­gena mexica educado por los frailes en el Colegio de San José de los Naturales y en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, es la «piedra angular» de la historia guadalupana, el cual está contenido en un libro más amplio llamado en Nahuatl: «Huey Tlamahuizoltica omonexiti in ilhuicac tlatohcacihuapilli Santa Maria Totlazonantin Guadalupe in nican huei altepenahuac Mexico itocayocan Tepeyacac» en castellano: «El Gran Suceso en que por un milagro apareció la reina celestial nuestra preciosa madre Santa Maria de Guadalupe cerca del gran altepetl de México, ahí­ donde llaman Tepeyacac», publicado por el Br. Luis Lasso de la Vega, conteniendo entre otros datos los relatos aparicionistas, al cual se agrega el relato de los milagros titulado «Nican Motecpana», de Fernando de Alva Ixtlilxochitl.

Durante la época de la dominación hispánica, la ciudad de Guatemala se constituyó en un rico repositorio de iconografí­a religiosa, siendo particulares los temas marianos, entre los que se incluye el tema guadalupano, cuyo acervo se muestra, sin más, en los templos, museos de arte colonial y artes aplicadas así­ como colecciones privadas, integrado por objetos muebles e inmuebles, siendo factible que los fieles, amantes y conocedores del arte gocen de los múltiples mensajes que ofrece un objeto artí­stico. La secuencia de las apariciones y por consecuencia la imagen del vidente del Tepeyac se publican por primera vez en 1686, en una sí­ntesis grafica de los cuatro episodios narrados en las fuentes indí­genas, colocados en un sentido narrativo en los ángulos de las obras, siendo el ejemplo más escaso, los lienzos que incluyen la quinta aparición de la Virgen Marí­a a Juan Bernardino.

Puede afirmarse con toda propiedad que la generalidad de las estampas reproducidas en Guatemala presentan una clara influencia de estilo, al incorporarse detalles del barroco europeo del siglo XVIII lo cual se advierte en los atuendos del santo vidente y en los detalles arquitectónicos de los entornos, lo que propició una libre interpretación espacio/temporal que le dieron sustento histórico al milagro.

En este orden de ideas, las obras de arte guadalupano, con la presencia de San Juan Diego, cuya existencia fue documentada por el Papa Juan Pablo II, durante la ceremonia de su canonización en el 2002, concluyendo de esa forma el debate sobre su existencia, reafirmandola, constituyéndose en la expresión más preclara de la cultura y elevación de los pueblos americanos evangelizados, promoviendo además la conservación de la memoria artí­stica generada en torno de la imagen del Tepeyac.

Actualmente se conservan y exhiben en nuestro paí­s obras que conforman una colección heterogénea por haber sido realizada, tanto en los talleres virreinales de connotados maestros artí­fices novohispanos, como en los talleres de la ciudad de Santiago de Guatemala, entre los siglos XVI al XVIII, agregándoseles valiosas obras decimonónicas novoguatemalenses, poseedoras todas de una larga historia, producto de valiosas encomiendas, encargos y cuidadosas adquisiciones para vestir templos, conventos, capillas privadas, edificios públicos y civiles requeridas por benefactores de la iglesia y mecenas de las artes, entre las que se encuentran las obras oferentes, estas últimas conmovedoras por su afán testimonial y de honda gratitud: Los Exvotos. Las obras de arte relacionados al culto guadalupano, diverso por razones técnicas, temáticas o procedencia, valioso por ser un claro reflejo de su historia, arraigo y evolución iconográfica desde la exhibición portentosa de la tilma iluminada de forma sobrenatural con la santa efigie de Ntra. Sra. De Guadalupe por parte de su propietario, el Santo Juan Diego, presentada como prueba al Obispo Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo y rector de la Catedral metropolitana de México, convirtiéndose la sagrada efigie en eficaz vehí­culo didáctico y de exaltación, cuya noticia llegó al reino de Guatemala en boca de viajeros que recorrieron los antiguos caminos de ida y vuelta, en embajadas culturales y comerciales, así­ mismo con la primitiva Evangelización franciscana en nuestras tierras, ejemplos claros de la tradición histórica y simbólica del guadalupanismo, contándose con obras documentadas como copias «tocadas» de su sagrado original, certificadas como copias fieles, «calcadas» directamente del ayate o teniendo a la vista la tilma, realizadas por afamados artistas, procedentes de los siglos XVI al XVIII, autentificadas por escrito como un facsimilar, habiéndosele transferido al lienzo, por haberse apoyado directamente sobre el original, propiedades taumatúrgicas; testimonios pictóricos o gráficos del devenir guadalupano en estas tierras, y dibujos o grabados en los cuales se dejó memoria de la aparición, juras o coronaciones, advirtiéndose en ellos la originalidad simbólica, debida a la interpretación que se realizó de fuentes escritas hagiográficas y literarias, o bien, como producto del fervor criollo, ávido de encontrar singularidad y orgullo como parte del proceso de mestizaje.

El reino de Guatemala, determinado en materia de arte imaginero religioso cristiano y mariano por las polí­ticas del Arzobispado de México, como parte de la interpretación de las normas tridentinas durante la celebración de los Concilios Mexicanos, responde al deseo individual del artista local de distinguirse de la capital arzobispal en el virreinato de La Nueva España, a pesar del explicito sentido que expresan las apariciones, tallado y estampación en los cuales se manifiestan los privilegios y portentos a que estaba predestinada la nación mexicana bajo el cobijo de la virgen india y morena en su advocación apocalí­ptica de la Inmaculada Concepción, impregnando sus obras de cierta particularidad que permite su identificación. El público novohispano, por su parte, aceptó y solicitó gustoso la representación guadalupana, acorde a su fervorosa religiosidad y afán criollista, alentando la conformación de una iconografí­a peculiar, vinculando las armas mexicanas del águila sobre el nopal con la imagen de santa Maria de Guadalupe, que se convertirí­a en sí­mbolo espiritual de la nación norteña, tras la venturosa empresa de cristianización, que tendrí­a consecuencias irreversibles en toda la América India evangelizada. El florecimiento del guadalupanismo en Guatemala, como en el resto del continente, no se gestó sólo en lo plástico, sino también en la literatura devocional y en las estampas con que se ilustraban las obras escritas. Diversas piezas contenidas en el archivo arquidiócesano de la ciudad de Guatemala Francisco de Paula Garcí­a y Peláez (AHA), la biblioteca de La Universidad de San Carlos de Guatemala y Museo del Libro Antiguo de La Antigua Guatemala, por citar algunos recintos de resguardo y documentación, los que dan fe de ello, nutriéndose, lo escrito y lo visual, recí­procamente. Al analizar cada ejemplar se advierte una cierta relación entre lo escrito y los grabados que los ilustraban y su ulterior traslado al lienzo.

Miguel Cabrera consagró su ejercicio y conocimientos como pintor al enaltecimiento del culto guadalupano. En 1751 inspeccionó la tilma original a fin de formular un dictamen técnico sobre la condición milagrosa del mismo. Como testimonio escribió un opúsculo denominado «Maravilla Americana y Conjunto de Raras Maravillas Observadas», editado en 1756, reproducido e impreso en Guatemala por la imprenta de Antonio Sánchez y Cubillas en 1780.

Desde una base de interpretación iconológica, obligada en este ensayo, se puede afirmar que todas las artes exaltaron las caracterí­sticas apocalí­pticas de la virgen Maria de Guadalupe: Los rayos solares, la luna y las estrellas que conllevan en su naturaleza el misterio de su inmaculada concepción, su piel morena y su rostro con rasgos indí­genas entretejiéndose una correspondencia entre la advocación y la expulsión de la idolatrí­a de las colonias españolas en América. No obstante lo anterior, a pesar de los esfuerzos de los promotores del cristianismo, en la iconografí­a guadalupana no pasa inadvertida la espiritualidad de los pueblos indí­genas mexicas, adoradores de los espí­ritus de la naturaleza. Por otra parte, San Juan Evangelista atestiguarí­a en la isla griega de Patmos la derrota del monstruo de siete cabezas, una vez que el águila mexicana se acercó a Maria, Sol que irradiaba el verdadero camino para los gentiles. San Miguel Arcángel, ligado a la tarea de conversión tras luchar contra la bestia en la visión del evangelista, le valió para ser considerado por las autoridades eclesiásticas mexicanas como guardián absoluto de la imagen original, por lo que fue agregado a la tilma apareciendo como angel atlante bajo la patrona de México y emperatriz de América. Para refrendar el patrocinio de la virgen sobre tierras mexicanas diversos autores han agregado diversos sí­mbolos a las representaciones tales como la filacteria en latí­n «Non Fecit Taliter Omni Nationi» que en castellano significa «No hizo cosa igual con ninguna otra nación», expresión emocionada del salmo 147 por parte del Papa Benedicto XIV cuando observó un «Tocado del original» elaborado por Miguel Cabrera; Otro sí­mbolo es el águila en las armas mexicanas que desde las alturas pudo divisar la fe verdadera, por citar sólo dos ejemplos. A los cuadros de representación guadalupana se agregan los cuadros de aparato que forman una galerí­a de retratos de personajes que testificaron el portento y sus principales promotores entre ellos el santo Juan Diego, Fray Juan De Zumárraga, el Rey Fernando VI y el Papa Benedicto XIV, Abades rectores del Santuario y benefactores del culto guadalupano. De ellos Fray Juan de Zumarraga, personaje que une los lazos del guadalupanismo con nuestra tierra, cuando en 1529 nombrarí­a Vicario Episcopal para Guatemala al Padre Domingo de Betanzos y en 1530 enviara al Licenciado Francisco Marroquin, a quien ordenarí­a, consagrándolo posteriormente como el primer Obispo de la Diócesis de Santiago de Guatemala, por ordenanza contenida en la Bula «Illius Suffulti Praecidio» emitida desde el solio pontificio, bajo el anillo del pescador firmada y sellada por el Papa Paulo III, siendo el padre Marroquin, fraile franciscano a quien le pertenece el honor de haber recibido por primera vez la Ordenación Episcopal en América, quedando fundada al mismo tiempo la Iglesia guatemalteca con su consagración.

En pleno siglo XXI, las celebraciones guadalupanas y el culto a sus principales personajes siguen formando parte de las populares celebraciones navideñas, abriendo el largo ciclo que concluirá hasta el 2 de febrero, dí­a de la purificación de Ntra. Sra. Y presentación del niño Jesús en el templo.

En la ciudad de Guatemala, las más famosas son las que se realizan en el Santuario dedicado a Ntra. Sra. De Guadalupe que es filial de la Parroquia del Sr. De las Misericordias, acostumbrándose la visita de niños vestidos con trajes tí­picos regionales, cada 12 de diciembre recordando al Indio Juan Diego y su obediencia a la Virgen en el Tepeyac. Se suman las de la Iglesia de la Villa de Guadalupe, pueblo asimilado a la ciudad capital formando la actual zona 10.

Salen rezados de la parroquia del Espí­ritu Santo, finca Las Charcas, Parroquia de Ntro. Sr. De Esquipulas Colonia Mariscal, Iglesia de Santa Marí­a del Tepeyac, Guajitos, Acatán zona 18, Santo Domingo La Chacara, Asentamiento Los íngeles, Iglesia parroquial de la Colonia Cipresales zona 6 y Santa Maria Goretti, Colonia Santa Fe zona 13.