Por aquí los montones de hojas de mashán para la envuelta de tamales, por allá los manojos del cibaque que ha de amarrarlos. De este lado encarnadas pascuas y del otro las manzanillas que le robaron el color al oro; junto a ellas redes de pino para regar y pino en gusanos para adornar. Al alcance de la mano los puestos de venta donde se ofrecen los pastorcitos que demanda la tradición, grandes, medianos, chiquitos, como las ovejas, patos, gallinas y otras miniaturas que los acompañarán en algún Nacimiento.
Relámpagos de ilusiones despedidos de los hilos de bricho que mueve el viento, recuerdos y alegrías en las multimatizadas bombitas que reposan en sus cajas, hojas de pacaya prestas para el adorno solemne y flores de pata de gallo que las acompañarán en la simbólica función. Aserrines de mil colores e infinitos olores, rodeados de musgo, de pashte blanco y venaditos, chivitos, pesebres, cunitas y coronas que artesanos de las montañas occidentales hicieron nacer de los recursos vegetales de su entorno.
¡Y los mercados se cubren de gala! Es la galanura lozana que le toman al fresco otoñal de la atmósfera que los envuelve, donosa como la beatitud que los andantes le ponen a sus pasos al recorrerlos, distinguida como la mercancía que ofrecen, noble por estar dirigida a festejar el nacimiento del Hijo de Dios. Nunca como ahora su gala ha olido a santidad, en ningún otro tiempo sus colores trasuntan espiritualidad. En este instante su riqueza poco tiene que ver con el mercantilismo y el consumismo mediático, es religiosidad en esencia pura.
En la Nueva Guatemala de la Asunción, y con ella en otras grandes urbes del país, el negocio de la Navidad empieza aún antes de finalizar noviembre. Rojas coronas de fieltro, verdes siluetas de coníferas recortadas en el mismo material, arbolitos de plástico, santaclauses de felpa. Todo lo que representa la explotación y la avaricia de los mercados globalizados, la hegemonía del capital. Pierde tanto la dimensión cultural que semeja una carrera contra el tiempo por comprar y comprar…
ESPIRITUALIDAD EN LOS MERCADOS
Hay otra dimensión. La del regocijo místico que resplandece al unísono de las evocaciones traídas por los iconos de adviento y Nochebuena. Presencias simbólicas que han tomado cuerpo en productos naturales que la tradición quiere que vengan a los hogares para celebrar la gloriosa natividad del Mesías. Dejando su mundo ecológico se hicieron lugar en el imaginario colectivo de los guatemaltecos, y de allí brotan en tropel de hechos culturales que firman identidad guatemalteca en la Santa Fiesta.
Habrá que pensar en la construcción del Nacimiento. Entonces… ¡al mercado a buscar lo indispensable! Y en él estarán las obras de arte salidas de las manos de anónimos artistas que, transformando fragmentos de Naturaleza, les crean nueva vida, les infunden el alma mágico-religiosa por la que el piadoso recreará el pesebre en donde nació Jesús. Pastorcitos de tusa, de cibaque, de alambre, de barro; animalitos de arcilla coloreada o al natural, casitas de cartón, pinitos de jarcia; zaleas de musgo, cúmulos de pashte blanco, redes de pino, patas de gallo, ensartas de manzanilla; los Reyes Magos en cerámica, y cerámica en los incensarios y braseritos.
De relucientes tallos de avena o de trigo, aquellos artistas hicieron coronas de adviento que ahora esperan, en su puesto de venta, al creyente que los llevará a su hogar con ferviente ánimo. Y fabricaron pequeños pesebres en Sololá, con ramitas leñosas, delgadas, flexibles y recias, unidas a piezas de madera y a techitos de largas inflorescencias de gramíneas silvestres. Con la suavidad de la pelusa de un etéreo terciopelo, ramilletes de tales espigas comparten la espera de ser llevadas, para tomar un lugar en el piso de los nimios pesebres y esperar la divina imagen del Niño.
En donde la fe, la tradición y la destreza del artista convergen, allí se encuentran los Misterios. El sublime trío compuesto por la Virgen María, San José y el Niño Dios. Mayormente de arcilla, ocasionalmente de yeso, muy raramente de madera y cada vez con mayor frecuencia de resinas sintéticas, la Santa Familia estará ocupando un sitial elevado. Aguardando ser adquiridas por otra familia, por una familia devota, anhelante de tocar el mundo sagrado. No han de faltar a su lado figurillas del buey y la mula, con tantos significantes como detalles de estética popular.
Las comidas y bebidas sacralizadas por la devoción disponen de una despensa de comestibles. El espacio que contiene hojas de plátano, de mashán o de cosh para envolver los tamales rebosa de frescura. Indispensable el cibaque que ate el envoltorio culinario, que ha de estar a la par, porque dado el referente simbólico que acarrea, no puede ser otra la fibra que sostenga la cubierta. En el mercado también ha de hallarse la acostumbrada manteca de cerdo para los tamales, el maíz para la masa, arroz si se tiene costumbre de agregársele, tomates, pimientos, aceitunas, ciruelas.
El caliente de piña no puede faltar en los hogares. No importa si la tendencia irradiada por la Nueva Guatemala de la Asunción le llame ponche, el caso es que, como bebida de la época, tiene en el mercado su surtidor de ingredientes: piña, manzanas chichicastecas, ciruelas, pasas de uva, canela, azúcar. Pero la tradición es la tradición, y muchos querrán también combatir el frío de la temporada con una humeante taza de chocolate. Por allí ha de estar, en tabletas de artesanía, porque es la tradición…
Estalla el color. En flores de pascua que tiñen de rojo las pupilas de la gente, en el rojo de las flores de los gallitos y en las incontables tonalidades verdes de las hojas que la usanza ha fijado en el festejo. En costales y bolsas de blanca arena y del aserrín teñido de verde, colorado, morado, amarillo, café… de los matices que habrán de ceder su magia evocadora al reproducir paisajes, caminitos, lagos, llanuras y cuantos detalles la imaginación extraiga de la historia del divino nacimiento.
Coloreados son los envoltorios de los juegos pirotécnicos. Las ametralladoras que reposan enroscadas en si mismas, los paquetes de cohetillos, el papel que cubre los volcancitos y los paquetes de las estrellitas. Despiden centelleantes colores los brichos que penden mecidos por la brisa o por el paso de la gente. Alegres resultan los colores de los pliegos de papel para regalo o para completar el adorno del hogar, del Nacimiento o del bote que sostenga el arbolito.
¡Ah! Los arbolitos. Tienen su propio lugar en el mercado. Pinitos o ramas de pino, preciados pinabetes o algún persistente chirivisco. Naturales o artificiales, alguien cargará con ellos para completar su rincón navideño. Casi invariablemente comparten espacio con las ventas de pino despenicado, de gusanos de pino, de hojas de pacaya y de carapachos de tortuga. Porque la religiosidad popular aún mantiene la arraigada práctica de percutir tortugas en las posaditas y rezados.
LA SINFONíA DE LOS OLORES
Es innegable que un mercado es, por naturaleza, un enclave comercial. Pero el de Navidad puede ser visto con otros ojos, escucharse con otros oídos, sentir su intenso universo de fragancias y con ello sumergirse en el espíritu beatífico del festejo para el que están ahí. El pino huele a fiesta, las hojas de pacaya a ceremonia, las manzanillas a caliente, el aserrín a Nacimiento, la pólvora a júbilo, las hojas de mashán a tamal.
Por más que los olores broten al unísono, cada cual individualiza el profundo simbolismo que cede a la celebración. Llegan a componer una etérea sinfonía, en la que cada quien aporta lo propio, pero es su conjunción la que sublima la conciencia, la que traslada a las personas a la esfera de la sacralidad. Una obra sinfónica en la que hay tanta armonía como melodía, pues su equilibrada mezcla encarna el verdadero sentido de la Navidad.
En ese mágico ambiente habrá un padre anhelante que adquiere lo necesario para el adorno de la casa, para el Nacimiento, para el rincón del arbolito. Una madre ansiosa que busca lo mejor para su cocina, los productos que le permitan elaborar las celestiales comidas que serán ingeridas en agasajo familiar. Y quien espere encontrar el mejor regalo para agradar al dueño de un íntimo afecto.
Eso es el mercado de Navidad. El enclave social que permite adquirir bienes que, ya en la casa, se constituirán en eje de unión de sus moradores, el elemento que cohesione a la familia terrena y la acerque más a la Familia Divina. El mundo mágico-espiritual que estalla en colores, que discurre en olores, que apacigua el alma.