Para una película tan generacional como Volver al futuro, la edición en formato Blu-ray se puede leer como la búsqueda mercantilista, pero también emotiva, por traspolar un hit ochentoso a la sensibilidad contemporánea; algo así como detonar una bomba semántica y ver cómo esa retórica actúa en el nervio de los nuevos espectadores. La excusa es una efeméride perfecta: los 25 años de una película que empieza a cumplir la mayoría de edad al tiempo que revalida, en un acto de resistencia, la vitalidad de su juventud.
La idea de la película nació cuando el productor Bob Gale se enteró de que su padre había sido presidente del centro de estudiantes de su escuela. «Â¿Cómo hubiera sido ser amigo de mi padre cuando él tenía mi edad?», se preguntó. Así, con ese interrogante vagamente existencialista flotando en su conciencia, la idea germinó y, en largas noches de charla con Robert Zemeckis, acuñaron el concepto acabado de Volver al futuro. Se amparaban en una tradición abigarrada: de La maquina del tiempo, de H. G. Welles, a Un Yanqui en la corte del Rey Arturo, de Mark Twain. La literatura y en menor medida el cine empezaban a mostrar las costuras de esa obsesión occidental. La primera parte de la trilogía se estrenó en julio de 1985, en el meridiano exacto de una década excesiva y plagada de miserias -una década de transición entre los sueños lisérgicos de los setenta y la pesadilla química de los noventa.
Hace ya un tiempo que el cine de los ochenta está conociendo un déjí vu tirante. Una cumbre de lo bizarro en ese revival, fue el estreno este año de The Expendables, de Sylvester Stallone, con otros héroes del anabólico en decadencia, como Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y Micky Rourke. En ese contexto, Volver al futuro todavía sobrevive como un punto alto en el cénit de la década y esperemos que la tan rumoreada parte cuatro nunca llegue. No es necesario: la tipología epocal y el modelo de «pibe canchero» que acuñó el personaje de Michael J. Fox en el 85, todavía mantiene vigencia, un poco mágicamente. A la hora de pensar una suerte de sociología generacional, se puede decir que Volver al futuro impactó sobre todo en dos espectadores: los estrictamente contemporáneos al filme, que alucinaron con la arquitectura de una imaginación futurista milimétrica y los que entraron en el cine a mediados de los noventa y que encontraron en la trama una distancia y una crítica al capitalismo desatado que en los noventa se vivía bajo el cielo del imperio neoliberal (Volver al futuro es una película de base filosófica, pero completamente atravesada por el dinero. Se la puede pensar, aunque suene forzado, con algo que dijo Josefina Ludmer en esta misma revista: «En los Estados Unidos descubrí que allí el dinero es la única realidad. Todo lo que no es dinero es fantasía, es ficción. Lo único sólido, lo único que no se desintegra es el dinero. Lo que además es una paradoja, ya que el dinero es algo del orden ficcional»).
Una de las claves de la complejidad formal y temática de la película tiene que ver, acaso, con que asume la condición de crisol de saberes.
Volver al futuro es una mezcla loca, caprichosa, de saberes y disciplinas parciales, encaradas siempre desde lo intuitivo, y que por eso nunca terminan fosilizándose. El Doc. Emmett Brown ocupa el lugar del conocimiento científico, pero lo invierte y, lejos del academicismo, propone una ciencia delirante aunque eficaz. Marty McFly, en esa escuela del tiempo, asume el rol del aprendiz de brujo; el alumno pícaro y despierto que necesita el Doc. para materializar sus delirios. En ese sentido, Volver al futuro es una larga Bildungsroman en miniatura; una historia de aprendizaje para tiempos modernos. Hace 25 años que anda rodando por ahí, y no requiere mayor doxa. Por eso, tal vez, el trabajo por reubicar este clásico se hace solo. Porque como dijo Borges, un clásico es eso que «las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad».