Declaración de amor a Perú y a los libros


Mario Vargas Llosa, en su discurso de aceptación del Nobel. FOTO LA HORA: AFP HENRIK MONTGOMERY

«A Perú yo lo llevo en las entrañas», confesó ayer en Estocolmo el escritor Mario Vargas Llosa en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, que fue un canto de amor a su paí­s, a la cultura francesa, a España y, sobre todo, a los libros.


Con voz pausada, salvo en algunos momentos en que se le hizo un nudo en la garganta, el escritor peruano nacionalizado español pareció saborear cada palabra de su discurso, donde recuerdos de su Arequipa natal, de Parí­s y de Barcelona se mezclaron con personajes salidos de las páginas de Julio Verne, de Alejandro Dumas, de Ví­ctor Hugo, de Gustave Flaubert y de Jorge Luis Borges.

«Aprendí­ a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida».

Así­ empezó el discurso del Premio Nobel de Literatura 2010, que durante una hora cautivó y emocionó a los cerca de 200 privilegiados que tení­an entradas para escucharlo en un hermoso salón de la Academia Sueca, en el barrio viejo de Estocolmo.

Vestido con traje azul oscuro, camisa celeste y corbata gris, el escritor nacido en Arequipa hace 74 años rememoró su infancia, durante la que «viajó con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino», luchó «junto con D»Artagnan, Athos, Porthos y Aramis», y se arrastró «por las entrañas de Parí­s, convertido en Jean Valjean».

El primer Nobel de Literatura de lengua hispana desde el mexicano Octavio Paz, galardonado en 1990, dio gracias por haber podido dedicar buena parte de su vida a esa «pasión, vicio y maravilla que es escribir».

Sacó el látigo para fustigar duramente, «como lo he hecho siempre», las dictaduras, de cualquier í­ndole – «la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán»- así­ como los nacionalismos y los fanatismos.

«Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraí­so», denunció el escritor, ensayista, dramaturgo, periodista y a veces poeta.

«Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar, y a hacer nuestros sueños realidad», pronunció Vargas Llosa, que recibirá el Nobel el viernes, de manos del Rey Carlos Gustavo de Suecia.

«La Patria no son las banderas ni los himnos», sino «un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolí­a», dijo Vargas Llosa, que citó al escritor peruano José Marí­a Arguedas, para quien Perú era «el paí­s de todas las sangres».

«No creo que haya fórmula que lo defina mejor» porque es una «suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales».

El autor de «La Casa Verde, «Pantaleón y las visitadoras», La Fiesta del chivo», y «El Sueño del Celta», su última novela, volvió una y otra vez en su discurso a la literatura, a esa eterna necesidad del hombre de contar y leer historias, «para que la vida sea vivible».

También rindió tributo a España, que lo acogió, diciendo que la quiere tanto como a Perú, y a «la lengua recia de Castilla, que los Andes dulcificaron».

Y evocó el dolor de momentos difí­ciles, como cuando, después de descubrir que su padre, que creí­a muerto, estaba vivo, partió con su madre a vivir con él. «Allí­ perdí­ la inocencia y descubrí­ la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo».

«Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podí­a sentirme libre y volví­a a ser feliz», recordó Vargas Llosa, en uno de los más vibrantes tributos jamás realizados a las ficciones de la literatura.

«Sin los buenos libros, serí­amos peores de lo que somos, más conformistas, menos inquietos e insumisos, y el espí­ritu crí­tico, motor del progreso, ni siquiera existirí­a», afirmó el escritor.

No sólo tuvo palabras de amor para los libros, sino también para su esposa Patricia, «la prima de naricita respingada y carácter indomable», con la que lleva 45 años casado. Y para su familia. Fue en ese momento cuando al Premio Nobel de Literatura 2010 se le quebró la voz y derramó unas lágrimas.

«Sin ella, la vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Alvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia», dijo el Nobel, a quien la sala brindó una ovación de pie.