Obviamente la lucha contra la impunidad tenía que causar problemas y escozor en una sociedad que se fue acostumbrando a vivir en un régimen en el que jugarle la vuelta a la ley se convirtió no sólo en algo fácil, sino en lo más natural del mundo. A lo largo de muchísimos años vimos cómo el Código Penal fue quedando como un instrumento legal para ser aplicado únicamente a los menesterosos, a los que forman parte del lumpen, mientras que todos los delitos cometidos por la gente de cuello blanco se fueron consagrando como absolutamente impunes, lo mismo el descarado saqueo de los fondos de un banco para dejar en la calle a los confiados ahorrantes, que el uso de sicarios para salir de quien fuera o pareciera molesto.
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He dicho que el conflicto armado nos dejó como herencia una estructura de impunidad que se montó deliberadamente para proteger a los que en nombre de la defensa de las instituciones democráticas hicieron micos y pericos, aun cometiendo delitos de lesa humanidad. Luego, terminado el conflicto, el aparato quedó intacto pero cambió su clientela, puesto que de los militares y policías que actuaron en acuerdo con poderosos grupos económicos para reprimir a los que se convirtieron en amenaza, pasó a servir a los grupos del crimen organizado en que derivaron muchos de los grupos represivos del pasado y mantuvo la protección a quienes representan el poder económico del país.
Esa extraña pero comprensible alianza que primero funcionó para eliminar a quienes por razón ideológica representaban un riesgo y que luego se consolidó en el manejo del contrabando y en la ejecución de políticas de limpieza social, tenía que crujir seriamente cuando empezó a funcionar una Comisión Internacional Contra la Impunidad que vino precisamente para iniciar la lucha por el imperio de la ley y para terminar con el privilegio que significa el poder evadirla gracias a la corrupción existente en la estructura de justicia del país.
Desde antes de iniciar su trabajo en Guatemala, fue obvio que la CICIG provocaba reacciones intensas y por poco no logra aprobación en el Congreso porque un dictamen previo a que el caso se elevara al pleno ya la había liquidado. Dictamen suscrito por influyentes personajes del actual partido de gobierno que no tuvieron recato para mostrarse como lo que son, es decir, aliados de los grupos tenebrosos que tanto daño le han hecho al país.
Y la vida de la CICIG no ha sido distinta, puesto que a lo largo de su existencia cada caso que asume genera sus propios anticuerpos que van minando la capacidad de acción de la comisión y su autoridad moral. En estos días he recordado mucho una expresión que allá por los años setenta repetía con mucha frecuencia Manuel Colom Argueta, en el sentido de que la extrema izquierda y la extrema derecha se extremaban tanto que paraban tocándose y ayudándose una a otra. Para alguien como Meme, contrario a los radicalismos, era muy notoria esa situación que le hacía daño al país. Pues bien, ahora el extremismo y radicalismo contra la CICIG hace también que se terminen uniendo tirios y troyanos cuando, desde posiciones extremas, todos quieren defender su pedazo y coinciden en culpar a la Comisión de todos los males que sufrimos los guatemaltecos.
Veo que la CICIG está perdiendo la batalla y que le minan su credibilidad porque es consistente el ataque que sufre desde todos los espectros del abanico político y social del país. Lo que tenemos que entender es que la lucha contra la impunidad no es ideológica, sino lucha de sobrevivencia para un país que necesita urgentemente que impere la ley y se administre la justicia.