Cuando la vulgaridad se hace carne


El problema con nuestros polí­ticos, uno de tantos, es que son los maestros de la inmoralidad y la trampa, la hipocresí­a y la mentira, la corrupción y la estafa. Son los genios del mal. Aunque, para ser ecuánimes, no son los únicos en el zoo humano que destaquen en materia de vicios. Vea, por ejemplo, a los sindicalistas con esa venalidad bien calculada de los últimos tiempos. Observe a las constructoras, las que edifican casas o construyen carreteras, sea testigo de la mediocridad y el afán de lucro desmedido.

Eduardo Blandón

En materia de virtudes, como dirí­a un amigo, estamos en la calle. Pero aunque la avaricia y los siete pecados capitales estén de moda, me interesa reflexionar sobre la vulgaridad de los polí­ticos, no porque sean la oveja negra de la sociedad (ya he dicho que no), sino por lo evidente de sus acciones y el escándalo con que conducen su vida pública. No puede haber vida más grosera y vil que la de los polí­ticos (vamos, digamos que la de la mayorí­a de ellos). Por una parte, mienten todo el tiempo, prometen lo inalcanzable, describen mundos imaginarios. Lo hacen no de manera accidental, como quien habla sin malas intenciones, no, lo hacen para buscar «a cualquier precio» un voto que los llevará al poder sin apenas tener grandes deseos de hacer el bien. Luego, hacen trampas. Si ponen vallas, dicen respetar la ley, porque no son explí­citos al invitar al voto. Son la encarnación de la mentira y el timo. Subestiman nuestra inteligencia. Hablan de respetar la ley aunque sus acciones son, a todas luces, inmorales. Si hacen transacciones financieras, dicen que esos depósitos o movimientos administrativos, son «apegados a la ley», aunque ya se sabe que obtendrán ganancias deshonestas, turbias, ventajosas. Todo para su bolsillo. No les interesa en absoluto el famoso estado de derecho, lo abominan y lo rechazan sin contemplaciones. Bien podrí­a prohibir un precepto ser candidato a la Presidencia, por razones consanguí­neas o por haber ocupado el puesto con anterioridad, que de todas formas terminan por limpiarse sus partecitas blancas, delicadas y poco soleadas, con la tal ley de pacotilla. Venderí­an hasta a su madre con tal de conseguir sus propósitos. Véalos asociándose con las mafias y el narcotráfico, negociando con el magnate de la televisión, cediendo soberaní­a a los mineros, permitiendo la contaminación del paí­s. No les interesa casi nada, excepto su propio provecho. ¿Cree usted que tiene sentido hablar de ideologí­as con estos engendros de Belcebú? Por favor… Aquí­ no hay mucho qué hacer. Ni los ex pastores, ni las mujeres de buena voluntad (las candidatas que parecen serlo), ni los empresarios (los maniqueos) ni los advenedizos, ni los ex militares podrán salvarnos. La solución a nuestro mal no va por la ví­a de los polí­ticos. La experiencia lo ha demostrado con creces y no hace falta -me parece- filosofar demasiado sobre ello.