Ignacio Ramonet: Fidel Castro. Biografí­a a dos voces.


Eduardo Blandón

No son mucho los libros deslumbrantes, con poder de seducción y extraordinarios. Si los hubiera los lectores serí­an infinitos. Pero, puesto que las librerí­as están vací­as y los alfabetos no compran ni los periódicos, es evidente que la literatura no es todaví­a de masas. Faltan voces elegantes y obras atrayentes.


Afortunadamente, de vez en cuando aparecen libros como éste que se defienden solos y no necesitan apólogos. Porque, para ser honesto, la larga entrevista presentada por Ramonet es colosal. Y, como no temo echar incienso a quien se lo merece, justificaré mi admiración por un trabajo que no es de ninguna forma pequeño, pues cuenta con 742 páginas.

¿Qué diré? Muchas cosas. En primer lugar que es un libro donde el protagonista, Fidel Castro, se dibuja como un extraterrestre, una figura extra mundana, un habitante de otro planeta. Ya dirán los tentados a la crí­tica que exagero y los dinosaurios que soy de izquierda. Pero, créame, luego de leer el libro es difí­cil no reconocer en el revolucionario a un hombre con talento excepcional. Maneja cifras con memoria fotográfica, evoca eventos con detalles infinitos, defiende sus ideas con argucias de iluminado, es agudo, brillante, tenaz… Ya se podrí­a levantar un altar a un personaje que la humanidad no tendrá sino que reconocer (tarde o temprano) tanta lucidez.

Una cualidad de Castro que puede adivinarse a cada momento en la obra es la pasión con la que defiende sus ideas y las fundamenta. Y aunque parezca increí­ble eso no se ve con frecuencia. Usted puede leer «Mi vida», la obra autobiográfica de Clinton, «La audacia de la esperanza», de Obama, «El ataque contra la razón» de Al Gore, y hasta «Historia viva» de Hillary Rodhan Clinton y no encontrará ni por asomo la energí­a vital con que se expresa Castro.

Es tan convincente el discurso del gobernante cubano que hasta hace creer en la posibilidad de un mundo distinto. Lo dibuja, presenta sus caracterí­sticas y ofrece el camino. Parece que los años lo han hecho ver la tierra prometida y por eso se lamenta no haberlo avizorado antes. Se queja de sus errores, frutos de la juventud, dice, de la prisa y del acoso eterno de los gobiernos de los Estados Unidos. Ese paí­s que para Castro representa al propio Belcebú.

Pero no arremete contra los ciudadanos americanos que los considera siempre bienvenidos a la isla, sino se detiene a repasar el largo sentimiento de odio de los gobernantes gringos. En la larga lista de polí­ticos «contrarrevolucionarios» sólo se salvan dos: Kennedy y Carter. Ellos dos son para Castro el ejemplo de la inteligencia y sensibilidad (Kennedy) y buena voluntad y sinceridad (Carter). Aun y cuando tuvieron alguna acción digna de crí­tica que no ahorra tampoco en denunciar.

Evidentemente, la Cuba de Castro es la de los valientes que soportan la ira irracional norteamericana, la de los héroes que toman las armas y defienden las fronteras, la de los niños que van a la escuela y se forman según el ideal del hombre nuevo, y la de los jóvenes que son el presente y porvenir de la Revolución. En esa Cuba no hay posibilidad de cambio, dice, y advierte a los que se oponen al proyecto que pueden guardar sus maletas porque jamás el paí­s volverá al pasado.

El pasado, dice el revolucionario, tiene que ver con el capitalismo salvaje de Batista, las juergas de los visitantes extranjeros, el ejército opresor y los burgueses latifundistas y explotadores del antiguo régimen. Ese sistema era insostenible y la revolución se justificaba de sobra, de aquí­ que la victoria guerrillera no tardó mucho tiempo. Todo, gracias a hombres excepcionales, entre ellos, el Che Guevara.

Es del Che que Castro tiene palabras de mayor admiración. Es, digámoslo, el santo que merece la gloria de Bernini, el altar de los elegidos y el incienso de los benditos. En el argentino todo era paradigmático: su tenacidad, pureza, espí­ritu de sacrificio, sentido de lucha, nobleza y hasta su inteligencia privilegiada. Por eso, dice Castro, le confió las finanzas del paí­s en su momento. í‰l realizaba todo lo que se le asignaba con pasión, confiesa Castro.

«El (el Che) cuenta con la simpatí­a de la gente. Era de esas personas a quien todos le toman afecto inmediatamente, por su naturalidad, su sencillez, su compañerismo y sus virtudes. Era médico, estaba trabajando en un centro del Instituto del Seguro Social haciendo unas investigaciones, no sé si sobre cosas cardí­acas, o sobre alergia, porque él era alérgico».

Tanta sensibilidad hacia los pobres es la que conduce al Che hacia el internacionalismo. Según Castro, al enrolarse a las filas revolucionarias en México, le dijo lo siguiente: «yo lo único que quiero es que cuando triunfe la Revolución en Cuba, por razones e Estado ustedes no me prohí­ban ir a la Argentina para luchar por la revolución». Los azares del destino lo llevaron, antes que a Argentina, a ífrica y finalmente a Bolivia.

Pero no improvisó su carácter revolucionario, en el Che esas cosas devení­an naturalmente, así­ lo testimonia Castro:

«El Che padecí­a de asma. En las inmediaciones de la capital mexicana se yergue un volcán, el Popocatépetl, y él todos los fines de semana trataba de subir el Popocatépetl. Preparaba su equipo -es alta la montaña, más de 5 mil metros, con nieves perpetuas-, iniciaba el ascenso, hací­a un enorme esfuerzo y no llegaba a la cima. El asma obstaculizaba sus intentos. A la semana siguiente intentaba de nuevo alcanzar la cumbre del «Popo» -como él lo llamaba- y no llegaba. Nunca alcanzó la cima del Popocatépetl, pero volví­a a subir, para intentarlo de nuevo, y se habrí­a pasado toda la vida en el afán de escalar el Popocatépetl. Realizaba un esfuerzo heroico, aunque nunca alcanzara aquella cumbre. Usted aprecia ahí­ el carácter. Aporta una idea de su fortaleza espiritual y su constancia».

El héroe argentino personifica la mí­stica y la ascética de la revolución. El combatiente guerrillero, el internacionalista, el misionero y profeta de la libertad se ha convertido en la antí­tesis del sistema burgués, comodón y consumista del mundo occidental. Por eso no es casual que su figura se encuentre en todos los rincones del paí­s. La ejemplaridad de su vida la sintetiza Castro con estas palabras:

«Â¿Qué queda? Yo pienso que lo más grande son realmente los valores morales, la conciencia. El Che simboliza los más altos valores humanos, y un ejemplo extraordinario. Creó una gran aureola y una gran mí­stica. Yo lo admiraba mucho, y lo apreciaba. Siempre produce mucho afecto esa admiración. Y le expliqué la historia de por qué yo me acercaba mucho a él. Son muchos los recuerdos que nos dejó, imborrables, y por eso digo que es uno de los hombres más nobles, más extraordinarios y más desinteresados que he conocido, lo cual no tendrí­a importancia si uno no cree que hombres como él existe por millones, millones y millones en las masas. Los hombres que se destacan de manera singular no podrí­an hacer nada si muchos millones, iguales que él, no tuvieran el embrión o no tuvieran la capacidad de adquirir esas cualidades. Por eso nuestra revolución se interesó tanto por luchar contra el analfabetismo y por desarrolla la educación, para que todos sean como el Che».

Si cree, al igual que yo, que el presente libro vale la pena. Adelante, cómprelo, no se va a arrepentir.