Por supuesto que lo más fácil hubiera sido refrendar el decreto que restablecía el indulto presidencial y con ello darle vida nuevamente a la pena de muerte en el país, porque al fin y al cabo, los diputados decidieron que la vigencia de esa norma sería hasta después de que termine el actual período presidencial. Y es que la corriente de opinión pública en el país es notoriamente favorable a la pena de muerte como respuesta a la criminalidad que nos agobia, por lo que políticamente resulta cómodo subirse a esa marea que supone que aplicando la inyección letal se acabará con la inseguridad ciudadana.
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Por ello pienso que el veto al decreto que restablece el indulto es una decisión correcta, aunque poco popular, del Presidente de la República, toda vez que está demostrado que la pena capital no es realmente disuasiva porque los países que la aplican no tienen menor tasa de delitos contra la vida que aquellos que hace años superaron la teoría del ojo por ojo y diente por diente. Sostengo que si la muerte de los criminales fuera realmente garantía de disminución de la violencia, en Guatemala viviríamos en un paraíso porque si en algún lugar se ha recurrido exageradamente a las ejecuciones, judiciales y extrajudiciales, es aquí.
Por principio sostengo que es más disuasivo el fin de la impunidad que mantener la pena de muerte en nuestra legislación y darle nueva vida con la implementación del mecanismo del indulto. Lo que ocurre actualmente es que el delincuente sabe que las probabilidades de que sea descubierto y, por consiguiente, sometido a proceso y sujeto a una condena, son ínfimas porque el aparato de seguridad y justicia no funciona. No es la magnitud de la pena lo que disuade, sino la certeza de que quien la hace la paga, y por lo tanto lo que tendríamos que trabajar seriamente es el fin de la impunidad y la ruptura del cerco que le han impuesto a la justicia los poderes fácticos que se empeñan en mantenerla secuestrada.
Al fin y al cabo, los grandes asesinos, los que contratan sicarios para mandar a matar a sus enemigos, adversarios, competidores o quien represente una amenaza, nunca son sometidos a proceso, salvo que se produzca una milagrosa combinación de circunstancias que obligue a la misma comunidad internacional a intervenir. Los capos del crimen organizado que han cimentado su poder a punta de aterrorizar a quien se les ponga enfrente, tienen más riesgo de ser procesados por corrupción que por los crímenes de lesa humanidad que han cometido.
Revisemos la lista de los que están condenados a la pena de muerte esperando la inyección letal para cuando se resuelva el limbo de su indulto y veremos que por atroces que sean los crímenes que se les imputan, no son en realidad los grandes criminales que tienen de rodillas al país. Porque la justicia en Guatemala es también selectiva y aplica raseros muy distintos. Los condenados a muerte son personas que no tuvieron un abogado chispudo, de esos que saben cómo se mueven las piezas en el poder judicial, y terminan al borde del patíbulo precisamente porque son parte del puro lumpen. ¿Es eso justicia? Yo no lo creo sino que lo veo como una ratificación de la forma en que está prostituida nuestra administración judicial.
Entiendo que la situación de violencia e inseguridad nos hace clamar por castigos ejemplares en contra de los criminales, pero la ejemplaridad del castigo únicamente es posible cuando hay certeza de que quien viola la ley tendrá que responder ante los tribunales para recibir el castigo correspondiente y eso no existe en Guatemala porque para recibir un castigo ejemplar, hay que ser pobre y marginado. Los de cuello blanco se ríen de la ley y si no que lo digan los banqueros que se clavaron el dinero de sus clientes.