Hace pocas semanas perdí a mi padre y constantemente recuerdo las pláticas que durante años tuvimos sobre las más variadas cuestiones. «Carlos, tu suegro, no se puede morir antes que yo porque me lleva la tiznada», solía repetirme cada vez que iba a su consultorio para el control regular de sus dolencias, visitas que se repitieron en el transcurso de muchísimos años, hasta que una venenosa intromisión puso fin a la vieja y entrañable amistad surgida en las aulas de la Facultad de Medicina en la que fueron compañeros y que se estrechó a planos realmente fraternales luego de nuestro matrimonio con María Mercedes y el trato con nietos y bisnietos comunes.
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No puedo ni calcular las veces que nos juntamos en Amatitlán o en mi casa y en las que siempre salían a relucir anécdotas de aquellos años universitarios en los que los dos, mi padre y mi suegro, fueron realmente chingones. El cariño fue recíproco y cuando al final del mes pasado llamé a mi suegro para contarle que mi papá había fallecido, lo oí llorar desconsoladamente por la pérdida.
Hoy, 4 de noviembre, llega a sus 85 años de edad mi suegro, el doctor Carlos Pérez Avendaño, y lo hace con algunas dolencias que no han sido suficientes para apartarlo de su consultorio y de sus pacientes. Desde muy joven fue aplicado en los estudios y en el Instituto Central Para Varones recibió la distinción como el alumno más destacado que se materializó en una bicicleta que le regaló el general Jorge Ubico, a quien fue a darle las gracias en su despacho, donde lo recibió sin siquiera levantar la vista por mínima cortesía y educación.
Como estudiante de medicina destacó en los estudios, en el deporte y también en la parranda, formando parte de una generación de médicos brillantes. Especializado en Estados Unidos, volvió al país para trabajar un tiempo la docencia y en investigación en el Incap, de donde salió para montar su consultorio. Poco tiempo después fue de los fundadores del Hospital Herrera Llerandi y puso todo su empeño y dedicación para contribuir a la Fundación de la Facultad de Medicina de la Universidad Marroquín.
Hace muchos años viene con profundas reflexiones filosóficas sobre el sentido mismo de la vida y su origen. Como resultado de esas inquietudes dispuso fundar la Asociación Guatemalteca de Bioética, de la que fue mucho tiempo Presidente y en cuya directiva sigue trabajando para obligar a los miembros a pensar. Y es que al respecto de temas bioéticos hay mucha gente que se adapta y acomoda a los dogmas, especialmente religiosos, dejando por un lado el criterio científico y anteponiendo la fe a la razón, sin tomar en cuenta que no hay un divorcio entre la ciencia y la religión si uno tiene el deseo y la voluntad de reflexionar, de entender los procesos y tratar de explicarlos con base racional y no con los machotes impuestos por creencias dogmáticas.
No tengo la menor duda en afirmar que su paciente más querido fue el Cardenal Mario Casariego, quien también fue para él como un hermano en todo el sentido de la palabra. Columnista durante varios años en La Hora hasta que se aburrió de arar en el mar, vive dedicado a sus pacientes, a su familia cada vez más numerosa, a su investigación sobre el genoma humano, y a reclamar por la falta de acción que mantiene a Guatemala en una inercia que no genera esperanza. Viajero incansable, ya no quiere salir de Guatemala, pero sigue dando batería sin perder la chispa que lo hizo célebre entre los médicos de su generación.
Creo reflejar el sentimiento de mi padre al desearle hoy feliz cumpleaños y que Dios lo guarde por varios años más.