Poetas de la Tierra del Sol Naciente



Tras una larga serie de guerras intestinas, durante las cuales la antigua capital, Kyoto, es casi destruida, Japón conoce un largo perí­odo de paz. Al iniciarse el siglo XVII la familia Tokugawa asume la dirección del Estado, que no dejará hasta la restauración del poder imperial, a mediados del siglo pasado. La residencia de los Shogunes (gobernantes supremos, frente al poder puramente simbólico de los emperadores) se traslada a Edo (la actual Tokio). El Japón cierra sus puertas al mundo exterior y vive dentro de las normas de una rí­gida disciplina polí­tica, social y económica que a veces hace pensar en las modernas sociedades totalitarias o en el Estado que fundaron los jesuitas en Paraguay. Pero desde mediados del siglo XVII una nueva clase urbana empieza a surgir en Edo, Osaka y Kyoto. Son los mercaderes, los chonines u hombres del común, que si no destruyen la supremací­a feudal de los militares, sí­ modifican profundamente la atmósfera de las grandes ciudades. Esta clase se convierte en patrona de las artes y la vida social.

La poesí­a japonesa, gracias sobre todo a Matsúo Basho, alcanza una libertad y una frescura ignoradas hasta entonces. Y, asimismo, se convierte en una réplica al tumulto mundano. Ante ese mundo vertiginoso y lleno de colorido, el haikú de Basho es un cí­rculo de silencio y recogimiento: manantial, pozo de agua oscura y secreta.

Basho no rompe con la tradición sino que la continúa de una manera inesperada; o como él mismo dice: «No sigo el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron». Basho aspira a expresar, con medios nuevos, el mismo sentimiento concentrado de la gran poesí­a clásica. Así­, transforma las formas populares de su época (el haikai no renga) en vehí­culos de la más alta poesí­a.

Esto requiere una breve explicación. La poesí­a japonesa no conoce la rima ni la versificación acentual y su recurso principal, como en la francesa, es la medida silábica. Esta limitación no es pobreza pues es rica en onomatopeyas, aliteraciones y juegos de palabras que son también combinaciones insólitas de sonido y sentido. Todo poema japonés está compuesto por versos de siete y cinco sí­labas; la forma clásica consiste en un poema corto ?waka o tanka? de treinta y una sí­labas, dividido en dos estrofas: la primera de tres versos (cinco, siete y cinco sí­labas) y la segunda de dos (ambos siete sí­labas). La estructura misma del poema permitió, desde el principio, que dos poetas participasen en la creación de un poema: uno escribí­a las tres primeras lí­neas y el otro las dos últimas. Los poemas escritos por Basho y sus amigos son memorables y la complicación de las reglas a que debí­an someterse no hace sino subrayar la naturalidad y la felicidad de los hallazgos. Cito, en pobre traducción, un fragmento de uno de esos poemas colectivos:

El aguacero invernal,

incapaz de esconder la luna,

la deja escaparse de su puño.

(Tokoku)

Mientras camino sobre el hielo

piso relámpagos: la luz de mi linterna.

(Jugo)

Al alba los cazadores

atan a sus flechas

blancas hojas de helechos.

(Yasui)

Abriendo de par en par

la puerta norte del Palacio:

¡la Primavera!

(Basho)

Entre los rastrillos

y el estiércol de los caballos

humea, cálido, el aire.

(Kakei)

El poema se inicia con la lluvia, el invierno y la noche. La imagen de la caminata nocturna sobre el hielo convoca a la del alba frí­a. Luego, como en la realidad, hay un salto e irrumpe, sin previo aviso, la primavera. El realismo de la última estrofa modera el excesivo lirismo de la anterior.

El poema suelto, desprendido del renga haikai, empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku. Un haikú es un poema de diecisiete sí­labas y tres versos: cinco, siete y cinco sí­labas. Basho no inventó estas formas; tampoco las alteró: simplemente transformó su sentido.

Cuando empezó a escribir, la poesí­a se habí­a convertido en un pasatiempo: poema querí­a decir poesí­a cómica, epigrama o juego de sociedad. Basho recoge este nuevo lenguaje coloquial, libre y desenfadado, y con él busca lo mismo que los antiguos: el instante poético. El haikú se transforma y se convierte en la anotación rápida ?verdadera recreación? de un momento privilegiado: exclamación poética, caligrafí­a, pintura y meditación, todo junto.

El haikú de Basho es ejercicio espiritual. Discí­pulo del monje Buccho ?y él mismo medio ermitaño que alterna la poesí­a con la meditación? acaso no sea impertinente detenerse en la significación del budismo Zen en su obra y en su vida.

Tanto en su forma primera (Hinayana) como en la tardí­a (Mahayana), el budismo sostiene que la única manera de detener la rueda sin fin del nacer y del morir y, por consiguiente, del dolor, es acabar con el origen del mal. Filosofí­a antes que religión, el budismo postula como primera condición de una vida recta la desaparición de la ignorancia acerca de nuestra verdadera naturaleza. Sólo si nos damos cuenta de la irrealidad del mundo fenomenal podemos abrazar la buena ví­a y escapar del cielo de las reencarnaciones, alimentado por el fuego del deseo y el error. El yo se revela ilusorio: es una entidad sin realidad propia, compuesta por agregados o factores mentales. El conocimiento consiste ante todo en percibir la irrealidad del yo, causa principal del deseo y de nuestro apego al mundo. Así­, la meditación no es otra cosa que la gradual destrucción del yo y de las ilusiones que engendra; ella nos despierta del sueño o mentira que somos y vivimos. Este despertar es la iluminación (Sambodhi en sánscrito y Satori en japonés). La iluminación nos lleva a la liberación definitiva (Nirvana).

Aunque las buenas obras, la compasión y otras virtudes forman parte de la ética budista, lo esencial consiste en los ejercicios de meditación y contemplación. El estado satori implica no tanto un saber la verdad como un estar en ella y, en los casos supremos, un ser la verdad. Algunas sectas buscan la iluminación por medio del estudio de los libros canónicos (Sutras); otras por la ví­a de la devoción (ciertas corrientes de la tendencia Mahayana); otras más por la magia ritual y sexual (Tantrismo); algunas por la oración y aun por la repetición de la fórmula Namu Amida Butsu (Gloria al Buda Amida). Todos estos caminos y prácticas se enlazan a la ví­a central: la meditación.

La doctrina Zen ?y esto la opone a las demás tendencias budistas? afirma que las fórmulas, los libros canónicos, las enseñanzas de los grandes teólogos y aun la palabra misma de Buda son innecesarios. Zen predica la iluminación súbita. Los demás budistas creen que el Nirvana sólo puede alcanzarse después de pasar por muchas reencarnaciones; Gautama mismo logró la iluminación cuando ya era un hombre maduro y después de haber pasado por miles de existencias previas que la leyenda budista ha recogido con gran poesí­a (Jatakas). Zen afirma que el estado satori es aquí­ y ahora mismo, un instante que es todos los instantes, momento de revelación en que el universo entero ?y con él la corriente de temporalidad que lo sostiene? se derrumba. Este instante niega al tiempo y nos enfrenta a la verdad.

Por su misma naturaleza el momento de iluminación es indecible. Como el taoí­smo, a quien sin duda debe mucho, Zen es una «doctrina sin palabras». Para provocar dentro del discí­pulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en suma, a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo sino a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que este sentido es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesí­a o la imagen pueden hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión.

El carácter incomunicable de la experiencia Zen se revela en esta anécdota: un maestro cae en un precipicio pero puede asir con los dientes la rama de un árbol; en este instante llega uno de sus discí­pulos y le pregunta: ¿en qué consiste Zen, maestro? Evidentemente, no hay respuesta posible: enunciar la doctrina implica abandonar el estado satori y volver a caer en el mundo de los contrarios relativos, en el «esto» y el «aquello». Ahora bien, Zen no es ni «esto» ni «aquello» sino, más bien, «esto y aquello». Así­, para emplear la conocida frase de Chuangtsé: «el verdadero sabio predica la doctrina sin palabras».

La actitud Zen ante los problemas filosóficos puede ejemplificarse también con un diálogo que hace tiempo me refirió el doctor Erich Fromm. Parece que el profesor Suzuki ?el gran expositor de Zen? visitó hace años a Martin Heidegger. El filósofo alemán mostró interés por saber cuál era la posición del budismo Zen frente al problema del Ser. Suzuki repuso que no podí­a darle ninguna contestación categórica pero que le contarí­a una anécdota que responderí­a a su interrogación: un discí­pulo se acerca a un maestro y, antes de hablarle, le hace una reverencia. En lugar de contestar el saludo, el maestro lo golpea con su bastón. «Pero ¿por qué me pegas si aún no he hablado?» A lo que el monje responde: «No era necesario esperar a que lo hicieses.» Para Zen no sólo salen sobrando las respuestas sino también las preguntas? Y no obstante, hay una indudable y extraña analogí­a entre el budismo Zen y las meditaciones de Heidegger sobre el tiempo y la nada.