Franklin Lobos López, ex futbolista con un paso fugaz por el seleccionado chileno y que tuvo como compañero de equipo a Iván Zamorano en la liga local, cambió las canchas por las minas, como muchos de sus colegas, y ahora es uno de los 33 atrapados por el derrumbe en un yacimiento.
Hace tan sólo tres meses que Lobos, de 55 años, trabajaba para la minera San Esteban, y el jueves pasado, cuando ocurrió el accidente, cumplía con su trabajo de ir en un transporte hasta el fondo del yacimiento para llevar a los operarios hasta la superficie para el almuerzo.
Pero un derrumbe lo dejó a él y a otros 32 mineros atrapados a más de 300 metros de profundidad.
Según sus familiares, Lobos no tenía miedo de trabajar en el yacimiento porque su tarea se centraba en el transporte de los mineros y por tanto no pasaba tantas horas en la oscuridad de los túneles.
«Hay muchos (ex) futbolistas profesionales en la mina. Pasa en todo el norte. Como su vida laboral es sólo hasta los 36 años, las compañías mineras, que son dueñas de los equipos, les ofrecen trabajo en la mina», explica William Lobos, su sobrino.
Y es que en los 80 y los 90, la época de futbolista profesional de Lobos, coincidió con el auge de los equipos mineros -el Cobreloa de Calama y el Cobresal de San Salvador- ambos aguerridos y difíciles de batir en sus estadios.
Fue en el Cobresal que Lobos, ya de salida, se encontró con Zamorano, quien años más tarde sería goleador estrella del Real Madrid.
«Es una desgracia lo que ha pasado con Franklin Lobos y los demás mineros. Pido a Dios que puedan salir sanos y salvos», dijo Zamorano consultado por medios chilenos.
Zamorano recuerda haber conocido a Lobos en 1987 en el Cobresal. «El era figura del equipo y yo apenas entraba algunas veces», comentó.
Antes de eso Lobos había jugado con la selección de Chile en la etapa clasificatoria a la Olimpíada de Los íngeles (1984), aunque luego no fue convocado para ese torneo.
«Me acuerdo de una característica que nunca volví a ver en otro jugador: en los tiros libres golpeaba la pelota con el tobillo, dándole un efecto especial a la pelota», dice Zamorano sobre Lobos. Es gracias a esa pegada que lo llamaban «El Mortero Mágico».
Era «un tipo humilde, muy buen compañero con todos. A los más jóvenes siempre nos ayudó», recordó Zamorano.
Algunos familiares del ex jugador lo aguardan a las puertas del yacimiento. Han instalado un pequeño toldo junto a su auto, y el hermano y sus sobrinos, varios de ellos mineros, esperan pacientemente el reencuentro.
«A los quince años mi tío jugó en Deportes La Serena, después en La Calera, en el Regional Atacama, en el Cobresal y en el Wanderers», todos equipos de la primera o la segunda división chilena, explica otro de los sobrinos de Lobos.
Mientras habla va escribiendo en el cristal delantero del auto con un dedo untado de crema solar el apodo de su tío: Kaki Lobos.
Como él, decenas de familiares escriben mensajes de aliento en los parabrisas de sus autos; otros encienden velas frente a pequeñas imágenes de Cristo, de San Expedito, el santo de los imposibles; y de San Lorenzo, el patrón de los mineros.
Lobos, como todos los trabajadores de la mina, trabajaba en turnos de siete días durante doce horas al día, y descansaba otros siete. En su descanso conducía su taxi en Copiapó.
«Tiene dos hijas y las dos estudian, así que decidió combinar los dos trabajos por necesidad, para ganar más», explica William, quien también es minero.
«Esta es una zona de muchas minas, pequeñas, grandes y medianas. Se trabaja mucho, incluso de noche. Y cuando a uno le toca de noche, se pierde la Navidad, el Año Nuevo, y todo», explica.
Sin embargo, la mina donde William trabaja es a tajo abierto, con menores riesgos. El sobrino recuerda que Franklin siempre le pedía que dejara de trabajar en la minería, pues la consideraba una actividad peligrosa.