He recibido mensajes de lectores que apoyan férreamente la aplicación de la pena de muerte y que intentan colocarme en una encrucijada, así como lo han hecho otros más en el blog de La Hora, al preguntarme cuál sería mi reacción si un ser querido mío fuese víctima de secuestro, violación y asesinato, y el criminal acusado de esos delitos fuera sentenciado a muerte.
  Al respecto, resumiré dos casos específicos en torno a los cuales escribí hace como cinco años, cuando también se debatía este asunto tan especial, que podrían ilustrar a los que apoyan o se oponen a la pena de muerte. Los nombres son ficticios.
UNO- Doña Hortensia viuda de Huertas cavilaba en la residencia de un exclusivo condominio de la zona 15. Tiene dos hijos. Una mujer, ya casada, con un abogado, y el varón, de 21 años, estudiante en una universidad privada. La viuda se acuerda de las veces en que firmó manifiestos que se tornaron en desplegados de prensa, en los que se exigía el cumplimiento de la pena de muerte para todos los delincuentes, porque «los criminales son irredimibles, sin excepción alguna», reclamaba.
   Eran otros días. Esta mañana su yerno le informó que su hijo había perdido el último recurso legal. Aquel muchacho, apenas salido de la adolescencia, fue condenado a muerte, culpable, en unión de otros dos jóvenes, de secuestrar y asesinar a una señorita por quien su familia había pagado cuantioso rescate, pero los tres convictos la habían violado y estrangulado hasta darle muerte.
  El hijo de doña Hortensia, de intachables antecedentes -pensaba la madre- podría ser inocente. Probablemente policías, fiscales, jueces y magistrados se habían equivocado. «Al aplicarse la pena de muerte -cavilaba- es imposible reivindicar a un inocente, y es posible que el peor criminal pueda lograr su rehabilitación. Es injusto ese castigo». Pensaba en su hijo.
DOS- En otra área de la ciudad, en la zona 18, el sociólogo Benavente también estaba sumido en hondos pensamientos. Se caracterizaba por ser tenaz opositor a la pena de muerte. «Su aplicación no tiene los efectos disuasivos que se le atribuyen», sostenía en la cátedra universitaria.
  Argumentaba que el delincuente más pernicioso puede rehabilitarse, además de que podría ocurrir que se condene a morir a una persona y que, años después, se descubra que era inocente. Con 36 años a cuestas, largas horas de estudio y prolongadas jornadas de trabajo, Benavente siempre encontraba tiempo para estar con su esposa y su preciosa hija que el domingo anterior había celebrado sus 5 años de edad.
  El martes siguiente, el sociólogo recibió en su trabajo una llamada inusitada en su teléfono celular. Su esposa, sollozando, con palabras entrecortadas le dijo que la nena había sido secuestrada cuando bajaba del autobús del colegio.
  Después de una interminable semana durante la cual Benavente intentó reunir el dinero que los secuestradores exigían por la liberación de la chiquilla, los bomberos encontraron en un sitio baldío el cuerpo sin vida de una niña que había sido violada.
  Tres días después fueron capturados dos hombres sospechosos de haber cometido el atroz crimen. A uno de ellos le encontraron la cadena de oro que el sociólogo le había regalado a su hija Los dos sujetos arrastraban impresionante récord delictivo con múltiples ingresos a la cárcel.
  El fiscal del Ministerio Público encargado del caso le preguntó al sociólogo abolicionista, enemigo jurado de la sentencia fatal, si se adhería a la demanda del MP exigiendo la pena de muerte de los dos sátiros. «Es posible -meditaba- que criminales de esta laya no logren rehabilitarse jamás». Pensaba en su hija.
  (El carcelero Romualdo Tishudo le pregunta al condenado a muerte previo a su ejecución. ¿Algún último deseo? -Sí; quiero aprender chino, respondió el reo. -Pero eso lleva mucho tiempo, repuso el guardia.-No es problema, puedo esperar, subrayó el convicto).