Según los observadores extranjeros, el problema de la seguridad alimentaria en Guatemala sigue siendo grave y el daño que sufren nuestros niños por falta de alimentos es muy alto. Además, somos un país con alta incidencia de enfermedades infecciosas, especialmente gastrointestinales, puesto que no tenemos suficiente inversión en ingeniería sanitaria para librarnos de cotidianas fuentes de contaminación que operan como círculo vicioso en muchos hogares, cuyos niños sufren periódicamente disentería.
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Esta semana, en la revista Newsweek, se publicó un trabajo que hace referencia a estudios que demuestran que el coeficiente intelectual varía por naciones, en razón de la salud que tengan los niños en sus primeros años. Y es que según Christopher Eppig y sus colegas, quienes elaboraron el estudio, el cerebro del ser humano es sumamente demandante y en el caso de los recién nacidos, ese órgano llega a consumir hasta el 90 por ciento de su energía. Por ello resulta lógico que si algo interfiere con la producción de esa energía, sea por falta de alimentos o por enfermedades infecciosas, el daño sea irreparable y se traduzca en esos indicadores de bajo IQ que caracteriza a muchos países donde no se realizan trabajos serios para combatir la pobreza y pobreza extrema.
Según el estudio, además de la falta de alimento hay que tomar en cuenta las infecciones porque muchas de ellas también afectan el tejido cerebral, pueden bloquear el tracto digestivo e impedir el aprovechamiento nutricional (si es que lo hay, no digamos cuando el mismo es de por sí insuficiente), y pueden también secuestrar las células del cuerpo para su propia reproducción en tanto que el cuerpo tiene que desviar energía para luchar contra la infección. Cuando uno lee las conclusiones muy resumidas del estudio, que aparecen en esa publicación, tiene que sentirse tremendamente mal porque es una evidencia de que los guatemaltecos hemos cometido un gravísimo descuido en los temas de salud y de alimentación que dejan huellas imborrables en cientos de miles de niños que son afectados por esas deficiencias que no tienen remedio y que ni siquiera se revierten si después se aumenta la ingesta alimenticia.
Y vemos que las instituciones nacionales no tienen ni el interés ni la capacidad para enfrentar este tipo de problema con políticas coherentes, porque para empezar se carece de recursos y los pocos que hay se utilizan con criterios que no tienen que ver con la atención real y efectiva al drama de la pobreza. Cierto que hay programas de cohesión social que antes ni siquiera se soñaban y que en ese sentido se puede hablar de un hito histórico, pero no se puede ignorar el criterio de clientelismo político, además de poca transparencia, que empaña el resultado de tal esfuerzo.
Lo bueno es que el concepto básico de que no podemos seguir ignorando la pobreza está aquí y vino para quedarse porque ningún gobierno podrá dar marcha atrás y abandonar los programas sociales. Pero los ciudadanos tenemos que exigir que los mismos sean realmente solidarios, orientados a resolver un problema estructural y no ejecutado para ganar una elección porque, en este caso, no se está efectivamente atacando el problema de raíz sino desviando fondos para promover imagen política.
Viendo ese daño irreparable para cientos de miles de niños, llora sangre que no le pongamos atención al problema, igual que llora sangre que los escasos recursos se dilapiden en corrupción o en clientelismo político. Trabajar por esos niños condenados a un bajo IQ por la desidia social es un imperativo.