Arturo Arias
Jugué futbol. Supe de la Liga Mosquitos por el Steven Shure. Lo contó en la parada del bus escolar con altanería. Me hizo gracia enterarme por Shure. Me entusiasmó y lo comenté al llegar a casa antes del almuerzo.
Fue así como conocí a Anleu. Anleu era el entrenador del «Piratas», mi nuevo equipo de la Liga Mosquitos. Aunque la liga se jugaba en la colonia Centroamérica, entrenábamos en el campo detrás de los Helados Sarita, en la 12 calle de la zona 9. Era un campo amplio de engramado verde al cual sólo le faltaban las porterías. Disfrutador tenaz de todos los pequeños detalles de la vida diaria, Anleu era nuestro entrenador. Era también guapetón, joven, con cuerpazo de dios griego que hasta parecía alado y con la agilidad elegante de venado atento al menor movimiento en torno suyo. Se parecía a Horst Buchholz sólo que más latinizado. Además, en su sonriente simpleza era buenísima gente. Pronto nos hicimos grandes amigos y hasta visitó mi casa más de alguna vez. Anleu era el portero de las reservas del Escuintla en la Liga Mayor. Antes lo había sido del colegio Don Bosco, famoso por producir a la gran mayoría de estrellas de nuestro futbol semiprofesional. Me dijo que escogió el uniforme de los «Piratas», camisola gris con pantaloneta negra y medias grises porque le gustaba el «Huracán» de la Argentina que hizo una famosa gira por Guatemaya a fines de los cincuenta.
Se suponía que yo iba a ser alero izquierdo, con Nery Flores en el centro recibiendo mis largos pases y El Chino, uno de los dos legítimos «niños pobres» del equipo, el otro era Tulio, sería el portero. Pero El Chino faltó a nuestro primer partido y yo terminé de emergencia con su puesto. Zurdo siempre fui, portero nunca, pero me inicié así en el nervioso oficio, dejando al Chino como un volante más al lado de Tulio, el de la cabeza pelada. Peñaloza ocupó mi sitio de alero izquierdo.
La colonia Centroamérica era colonia proletaria. Su campo de futbol era de tierra, desnivelado, sembrado de puntiagudas piedras torturantes pero como dicen en mi tierra, en peores panteones nos han dado las doce. Nada del engramado del cual disfrutábamos en nuestro entrenamiento. Todos los equipos eran de la colonia, integrados por patojos proles de rostros agresivos y canillas flacuchas con la excepción del nuestro. Nuestros uniformes nunca estaban manchados al inicio del partido. Fuera del Chino y de Tulio, todos los jugadores vivían en las zonas 9, 10 y 14 con los Flores y Peñaloza encabezando el escalafón económico. Por extensión, éramos el equipo a derrotar y derrotados fuimos siempre, ocupando el sótano de nuestra liga.
Aunque me sentía anímicamente el igual de los Flores o de Peñaloza yo era de los que no tenían carro. Mi padre me llevaba todos los domingos por la mañana al campo de la Centroamérica en dos buses. Primero tomábamos el 5 con su singular morado pálido que parecía copiado de quirófano de pobres, atravesado por una línea verde y negra, hasta La Aurora. Luego, la 4 hasta la Centroamérica. Los buses de la 4 eran de la empresa Adaza, anaranjados vejestorios que resoplaban como cafeteras asmáticas regurgitando humo mientras luchaban por respirar sumergidas en ataques de tos. Apenas si alcanzaban a depositarnos en la esquina del campo a donde llegábamos ya molidos de antemano. Mi padre saludaba a Anleu, al doctor Peñaloza que llevaba a su hijo en su camionetilla Opel, le enviaba señal de reconocimiento al chofer de los Flores y se dedicaba el resto del tiempo a caminar la banda de la cancha como animal brioso sin saber a dónde ir, león enjaulado observando con ojo crítico el desarrollo del partido con ojos hambrientos.
Como dije, nunca jugué de portero, prefiriendo siempre la delantera y la metedera de goles. Pero me atraía algo eso de ser Llanero Solitito que bajo los magros palos le marcaba un alto justiciero a todos los malhechores de mirada retorcida del bando contrario cuando no terminaba cogido. De allí que me tirara sin parpadear a probar el puesto a la hora del necesite pese a mi inexperiencia. Sin embargo, por no haberlo jugado no sabía tenderme.
Luego de ser elogiado por todos al aceptar, Anleu empezó a entrenarme. Al final de la tarde, cuando los demás ya se habían largado, se quedaba media hora más conmigo. Se paraba unos tres metros frente a mí. Tiraba con las manos la bola hacia uno de mis lados, como a tres metros de donde estaba parado, a la altura de mis brazos. Repetía esos gestos una y otra vez, paciente, contando chistes que convulsionaban su guapísimo perfil o bien graciosas anécdotas de su vida que mantenía su sonriente boca iluminada como si tuviera luces dentro, cuando no a mí mismo, allí, refugiado en su cueva bucal. La idea era que poco a poco yo me tirara, me tendiera, elevara los pies al aire y quedara en posición horizontal como a un metro de altura de la tierra. Sin embargo, por más que lo intentara no lo conseguía. Metía ágil los manotazos, mi ojo seguía la pelota, me inclinaba hacia donde venía, sentía el estertor tirante de mi corazón bombeante con ritmo lacerante, me dejaba caer impidiendo que entrara, pero por mucho que terminara en el enlodado suelo no conseguía levantar los pies al aire. Caía de la posición vertical a la horizontal como compás que marcara exacto 45 grados sin moverse del punto en el cual estaba sembrado.
Anleu, paciente, sólo se reía y me guiñaba el ojo sin evidenciar fatiga o impaciencia. Me contó que en Don Bosco fue el gran titular. Iba en el mismo camino de Nacho González, el portero de la selección nacional que también era egresado del mismo. Se tendía cada vez que podía hasta para presumirle a las mujeres, aunque se encontrara en ropa de calle. Llegó al Escuintla y estaba seguro que en cuestión de semanas sería titular. Hasta que se lesionó. Se golpeó la rodilla en un entrenamiento y tuvieron que operarlo. A su vuelta ya no conseguía tenderse. Se quedó de portero de las reservas con escasas posibilidades de ascender. Yo lo vi jugar una sola vez en el estadio Mateo Flores y le metieron un golazo en el cual ni se movió. El delantero se descolgó y llegando ya casi a la altura del área grande soltó un disparo directo al ángulo inferior de la portería. Anleu sólo miró la pelota entrar. Afligido, no sabía qué decirle al siguiente entrenamiento. Cuando por fin se lo comenté después me dijo, «No había nada que hacer. Si me hubiera tendido, hubiera sido pura pantalla para babosear al público. Sólo con la experiencia puede medir uno si le llega a la bola o no. Además, cuando uno es reserva lo que menos le importa es lo que piense el público.» Enseguida me guiñó el ojo y me dio un toquecito cómplice en la mejilla que lo sentí como caricia sobrehumana.
Mi padre era de esos bravucones de la vieja escuela que cuando no estaban en la cantina con la garganta afónica de tanto gí¼irigí¼iri se hundían en el más hermético silencio y abrían la bocota sólo para regañar mientras le volvían a uno repollo la oreja con ese exceso de pasión de todos los seres frustrados que se mueren blasfemando. Siempre se pasaba, acentuando huracanado con la ascensión en decibeles sus prolongados gritos que marcaban la imaginada jerarquía que lo ubicaba por encima de los gritados mientras se le escurría el hilo de baba por la comisura de la boca y los dientes inferiores saltaban hacia afuera mordiéndole el labio superior, gesto de bulldog que subrayaba su presunta hombría. Le gustaba decir que era hombre de pelo en pecho. Muchísimos años después conocí en los bares gay de San Francisco muchos hombres de pelo en pecho que estaban de lo mejor, buenotes y sabrosísimos ositos leather, pero no creo que fuera eso lo que mi padre tuviera en mente cuando enfatizaba su abundante pelambre.
Los «Piratas» llevábamos un par de empates y el resto de los partidos perdidos cuando nos tocó jugar contra los «Tigres». Los «Tigres» eran los campeones e iban de nuevo en primer lugar. El equipo de la camisola de rayas rojas y blancas era el más poderoso de toda la liga y el favorito del administrador de la misma.
Todos decían que los «Tigres» nos golearían. Tanto se habló del partido que hasta la señorita García, mi ex maestra del tercer grado quien vivía en la colonia, se acercó para desearme suerte suponiendo que como portero sería la víctima principal de la desigual matanza. El portero de los «Tigres» que ya se creía el heredero del puesto en la selección nacional se acercó para darme la mano y consolarme con anterioridad al partido.
Empezó el mismo. Para sorpresa de todos, hasta de nosotros mismos, el tiempo avanzaba y no caían los cantados goles. El partido se atolondraba espeso en el medio campo donde Tulio y El Chino se las arreglaban para empantanar a la delantera contraria, fuera jugando a la matacoche clavándose feo a los de raquítico culo o bien con desaforados recules pastosos e inacabable vaivén de tocaditas de bola. Ya cerca del final del primer tiempo se les escaparon una vez y se dejaron venir dos de ellos contra sólo uno de nuestros defensas. Era el Choco Flores, hermano menor del Nery, así llamado por los enormes anteojotes que le escondían el rostro enjuto. Además El Choco era chaparrito. Hasta con el pelo parado estilo flat top apenas me llegaba al hombro. Atacó al que traía la bola pegada a sus pies. Calculando las distancias me preparé, no sin antes sentir que cagaba líquido. El atacado le pasó la bola por alto a su compañero. Aproveché para salir como rayo y puñetearla hacia un lado. Esa inesperada salvación me valió todos los deslumbrantes elogios de mis compañeros, de Anleu, y de la señorita García al medio tiempo.
Recién comenzado el segundo tiempo ocurrió el milagro. Nery Flores parrandeó a dos defensas y aunque era ambicioso y arruinaba muchas situaciones de gol tratando de marcar él mismo, en esta ocasión esperó a que el portero se le barriera a los pies antes de darle pasecito por bajo a Peñaloza que apenas si tuvo que empujarla con el empeine hacia adentro. ¡Gol! ¡Le íbamos ganando a los «Tigres»! Nadie se la creía. De pronto los muchachitos mocosos que contemplaban el partido a la orilla del campo empezaron a gritar «Â¡Pi-ra-taas! ¡Pi-ra-taas!» Sentí que me envolvía una dulzura tibia. Tenía los ojos más abiertos que nunca.
Faltando menos de cinco minutos su alero derecho se vino en un contragolpe y dejó clavado en tierra al Choco Flores. Yo lo contemplaba con cuidado, temiendo el aflatante centro que vino de inmediato. Su centro delantero, un grandulón colocho con diente quebrado y la camisola suelta, pecoso el baboso, se dejó venir como obús desenfrenado para rematar con la cabeza. Sentí frío agonizante en la boca del estómago. Salí de mi línea para intentar puñetear la bola como antes en preciosa parábola postrante pero me di cuenta ya sobre la marcha que venía demasiado alta. No me quedó otra que retroceder rápido para aguantar caradura el estrellamiento del viscoso remate que me ensartaron a la altura de la cabeza como a tres metros al lado de donde me encontraba parado en ese instante. Me tiré. Creí, sentí, viví, que llevaba los pies en el aire, que me alargaba cuán largo era como El Negro Gamboa, que alcanzaba a manotear la pelota con los dedos. Mi manita agonizante sin embargo se dobló apropiadamente por la misma fuerza de la pelota. Apenas si alcancé a desviar su trayectoria pero no lo suficiente. Caí a tierra, ensartándome las filosas piedras en mi pecho y muslos, ahogándome de respirar polvo cochino. El grandulón colocho y uno de nuestros defensas que por fin lo alcanzó me cayeron encima al tropezarse con mi encogido cuerpo. Me ensartaron los tacos con descaro, los codos, y hasta me dieron un manotazo en la cara en su impetuosa caída. A lo lejos, como si fuera en otro planeta, alcancé a pesar de los golpes y la oscuridad a escuchar el grito de ¡gol!
Nunca miré entrar la pelota. Me quedé sentado en la tierra. Mi defensor me dio una palmadita en la cabeza. El grandulón a pesar de su euforia todavía murmuró «buena parada» mientras se levantaba y sacudía el polvo. La pelota y el resto de jugadores volvieron al centro del campo. Me quedé solo, sentado en la tierra, sucio, pero orgulloso de que logré tenderme. Anleu sonreía desde la línea lateral y me aplaudía. El árbitro silbó la continuación.
Me paré con lentitud. Me sacudí la tierra de la ropa. Vi que tenía partida la rodilla y que sangraba. Tenía también un par de heriditas en la mano y sentía el dolorón de un fuerte golpe en el lado izquierdo de la frente. Al recostarme contra el poste escuché detrás de mí el vozarrón inconfundible. Mi padre había caminado desde la línea lateral. Estaba parado justo detrás de la portería que no tenía red, que era tan solo los tres podridos palos sin pintar, pordioseando la más leve protección contra los elementos.
Todavía mareado de los golpes me volví para recibir con digna humildad los elogios por la tendida y el consuelo por el gol recibido. De allí que me quedara con la boca abierta y sintiera como si un hilo helado de agua recorría mis espaldas al escuchar el tono elevado de su voz y las palabras sin benevolencia ni piedad que aún hoy me siguen dando vuelta en la cabeza. Con rostro demente, translúcido, dijo:
-…¡Si se parte un hueso, lo llevo al IGSS y ya! ¡Pero aprenda a tirarse como los hombres, que no quiero que ensucien mi nombre al acusarlo a usted de…!
El chisguetazo de saliva, los dientes sobre los labios, el agrandamiento de los poros en la cara, los amenazantes puños peludos, todos allí fibrosamente reunidos, la candente picadura de la impotencia, el aluvión abusivo de gestos hombríos, su panza cebona hinchándose conforme la cara se le ponía morada con rapidez alucinante. No sé de dónde saqué el valor para gritarle:
-¡Pues si eso es ser hombre, se lo dejo a usted!
Me quité los zapatos y se los tiré a los pies. A pesar de las piedras que me deshacían la planta de los míos me encaminé en medias desde la portería hasta donde un sorprendido Anleu con la boca abierta me veía abandonar el partido cuando aún quedaban minutos por jugar. Por suerte dominábamos en ese instante y se acabó antes de que nadie se diera cuenta de que me había retirado antes de tiempo. Los compañeros, felices por haberle empatado a los poderosos «Tigres» se abrazaban sonrientes entre sí y me abrazaban calurosos también. Varios niñitos del público se unieron al festivo abrazo colectivo. Anleu nos elogió por el esfuerzo, por derrochar ganas, y nos dio la mano a todos uno por uno. Después, soltando la risa, ofreció volverse a casa conmigo y con mi padre ya que vivía tan sólo a una cuadra de la nuestra. Me abrazó en el camino a la parada y se sentó a mi lado, conversando con mi padre todo el tiempo sobre temas nada futbolísticos.
Nunca más volví a jugar de portero. A partir del siguiente partido, El Chino debutó como titular, yo como alero izquierdo. Peñaloza se corrió de volante. Hice un pase perfecto desde el punto del corner que Nery Flores remató para meter el gol que nos dio nuestra primera victoria de la temporada. Al final de la misma me retiré de los «Piratas» y no volví a permitir que mi padre me observara en espectáculo alguno. Ni siquiera lo dejé ir a mi graduación de bachillerato. Dije con la serenidad cataléptica de un ensimismamiento incesante con hipertonía muscular que si llegaba a aparecerse por el teatro me negaría a recibir el diploma de manos del director del colegio.