El miedo democrático en Guatemala I


La democratización polí­tica y económica iniciada durante los años noventas del siglo pasado, implicó el nacimiento de una subcultura y obligó a reformular el funcionamiento del Estado y el gobierno debido a la deconstrucción de las instituciones iniciada con los perí­odos gubernamentales de los «empresarios» (privatizaciones).

Fernando Mollinedo
fermo@intelnet.net.gt

Se crearon para la juventud referentes de modernidad, se modificó la percepción del dinero (se devaluó la moneda con la creación de la moneda de un quetzal), se crearon mecanismos de acumulación de riqueza, el sentido del trabajo y la estructura de las organizaciones estatales (quisieron convertirlas en «gerencias») lo que dio paso a una genuina cultura del dinero; y ésta a un miedo profundamente democrático. Los espacios laicos se transformaron en un ámbito religioso que pretende compensar el miedo, la imposibilidad de trascendencia y la pérdida de los referentes: las religiones de la democracia y el dinero se ostentan como la única ví­a de salvación, como el único camino posible para aquellos que enajenaron su libertad y renunciaron a la posibilidad de una comprensión ilustrada con tal de adquirir una seguridad ilusoria por medio de una abultada chequera o gracias a un salario que solo les permite comprar las falsificaciones de los objetos soñados para representar un papel y garantizar la posibilidad de existir y ser reconocidos en la sociedad. Dí­a tras dí­a tiene que defender el territorio y su posición, no importa que para ello sea necesario traicionar a sus compañeros y subalternos, pues lo considerará como daños colaterales de la acción que garantiza su supervivencia. NO interesa que él tenga que renunciar a su dignidad para reptar ante los representantes de la corporación con tal de obtener un mí­nimo reconocimiento que ofrezca una relativa estabilidad. En una visión del mundo donde la contradicción y la estupidez a pesar de ser ostensibles no pueden ser descubiertas, los únicos referentes están llegando a ser en sus propiedades, o aquello que cubre su cuerpo: su ropa, calzado y accesorios, auto, y sitios a los que acude que le otorgan señales de identidad en la medida que ostentan marcas y rasgos distintivos que lo aproximan a la felicidad de ser alguien, de ocupar una mí­nima parcela del paraí­so anunciado a los fieles de la nueva religión que anticipa la gloria por medio de posesiones.

La cultura de la voluntad esclavizada se apoderó de los cuerpos y los transformó en un espacio disciplinario, también se adueñó del amor y, gracias a una serie de falacias lo convirtió en un producto democrático, en una mercancí­a cuya duración – al igual que la ropa de moda – es fugaz. La trascendencia por medio del amor pareciera imposible y las relaciones humanas se reducen a rasgos como: la mayorí­a de las personas emplean al otro como un simple instrumento que les permite alcanzar ciertos fines: compañí­a, satisfacción sexual, estatus, etc.