La mirada extraviada, el pelo más desaliñado que lo habitual, las manos en los bolsillos del pantalón con expresión de desaliento, su cuerpo ligeramente reclinado sobre una de las literas de la habitación convertida en cárcel en el cuartel de Matamoros, sobre las cuales cuelgan varias toallas descuidadamente, mientras que uno de los otros tres hombres mira despreocupadamente a la cámara y los restantes dos individuos platican entre sí. Todos de pie, por falta de sillas, y vestidos negligentemente.
El primero a la izquierda de la fotografía que se publicó en primera plana en los diarios matutinos del sábado anterior, es fiel reflejo del desánimo y la amargura, como si fuera un muchacho que en vano espera en una esquina de su barrio el encuentro con la novia que elude sus requiebros. Ya no es el hombre de porte altivo que con voz elocuentemente enronquecida enardecía a sus seguidores, o aquel gobernante que sin vacilaciones encaraba al poderoso capital.
Es el ciudadano privado de su libertad Alfonso Antonio Portillo Cabrera que fue Presidente Constitucional de la República, apoyado fervientemente por un elevado porcentaje de las clases populares que entregaron con su voto las esperanzas de un pueblo engañado cada cuatro años y que reincide sin recato el día de las elecciones, a sabiendas que volverá a ser defraudado.
Seguramente el entonces presidente Alfonso Portillo, cuando los solícitos miembros de su escolta le abrían las puertas y los aprovechados burócratas de escalas palaciegas lo halagaban, no se imaginó que seis o siete años más tarde estaría confinado en un pequeño cuarto despojado de mullida cama y de aparatos electrónicos, sin una botella de licor para ahogar sus penas, ni el hombro de un amigo ni las caricias de su pequeña hija y menos la remota posibilidad inmediata de ver madrugar al sol en el horizonte de una tibia playa.
No sé si usted, paciente lector, sintió alivio al ver en la fotografía la silueta semioculta y el difuso rostro del político que recibió y brindó honores, y ahora es acusado de cometer delitos. Posiblemente algunos estarán satisfechos que el ex mandatario le rinda cuentas a la justicia, y otros se refocilen al verlo abandonado y solitario, aunque comparta el techo con otras personas sindicadas de haber participado en un crimen que puso en vilo la precaria institucionalidad de este pequeño país atrapado por la ambición, la codicia y la afrenta de políticos inescrupulosos, ansiosos de codearse con los verdaderos dueños de esta nación que se mece entre la opulencia y la miseria.
 Algunos más anhelan que su venganza se consuma y sonríen ante el taciturno gesto del ciudadano Alfonso Portillo. Yo no me cuento entre los primeros ni los últimos. Más bien siento una amarga tristeza que nubla mi vista, porque mis sentimientos se estremecen al observar que, sumido en sus recuerdos, un compatriota que fue Presidente de Guatemala se haya convertido en un número más de las estadísticas delincuenciales. ¡Cómo lo lamento!
Si por lo menos la fotografía sirviera de ejemplo a los actuales funcionarios de Estado.