En silencio


Antonio Cerezo

Camino solo. Estoy triste y parece que mi alma fuera a estallar en mil pedazos. Jamás me habí­a sentido así­ Â¡Cáncer! ¡Qué noticia la que acabo de recibir! Quieren operarla. No deben hacerlo. Estos médicos lucran con el dolor de la gente. Saben que no tiene remedio; sólo la van a hacer sufrir. Sigo caminando y enrumbo hacia mi casa. No paso a verla; no resistirí­a la situación.


«Â¡Ah!, Mamachila, si usted supiera cómo fue siempre para mí­ un sol esplendoroso que alumbró mi camino; jamás me sentí­ solo cuando pude gozar de su presencia. Toda la vida supo darme mucho de su amor, del cual bebí­ en abundancia para poder soportar mis problemas. ¿Se acuerda, Mamachila, cuando en los dí­as de mi niñez me gustaba pasear por aquellos grandes bosques de pino, me resbalaba sobre sus hojas secas y me recreaba escuchando el tenue sonido del viento, en aquella inmensa soledad que me hací­a sentir como flotando en la hermosura del ambiente? ¿Y cuando ya cansado regresaba a su casa a tomar café caliente con leche y pan y a gozar de su amor? ¡Ah, qué dí­as aquellos! Cualquier problema que tuviera, por grande que pudiera parecerme, usted sabí­a resolverlo con gran habilidad, desbordando amor. ¿Y aquella temporada en El Petén? ¡Qué buenos ratos pasamos juntos! Fue un gozo a plenitud el paisaje, la tranquilidad del pueblo y la belleza del lago, en el que hice mis primeros intentos por nadar y en el cual internábamos el cayuco para pasear o cuando í­bamos de pesca. ¿Se acuerda Mamachila? Fueron aquellos dí­as de ensueño y siempre estuve protegido por su experiencia y por su cariño. Usted siempre supo comprenderme y jamás me maltrató. Ni aun aquella vez, cuando en una de mis travesuras de niño, corté una a una, con una hoja de afeitar, todas las pitas de sus muebles de sala. ¡Ah! Mamachila, jamás olvidaré aquel dí­a ingrato cuando el destino nos jugó una mala pasada y nos separó. Ese gran abismo que surgió entre nosotros, nos mantuvo separados por nueve años en los que no pude gozar de su presencia y me sentí­ inmensamente solo. No sabe, Mamachila, cuánto la añoraba. Hoy le cuento, Mamachila, que cuando regresé y pude verla de nuevo, me sentí­ el ser más feliz sobre la tierra. ¿Y se recuerda de mi época de estudiante? ¿Cuándo me encontraba a la deriva, abandonado por todos y usted supo con esa grandeza de su alma tenderme la mano y salvarme de la tormenta que amenazaba seriamente mi vida? ¡Qué bien me sentí­a a su lado, rodeado de amor y comprensión! Cuando llegaba totalmente extenuado como a las diez de la noche después de trabajar todo el dí­a y estudiar en la facultad, y usted estaba ahí­, presta a calentarme los frijolitos y el café y se sentaba a platicar conmigo sobre cualquier cosa. Todo problema, Mamachila, usted estuvo presta a resolvérmelo; aun y cuando se tratara de dinero, pues siempre tuvo aunque fuera un poco ya que en todo tiempo trabajó y jamás le gustó depender de nadie. Cuando me sentí­ cansado o con alguna dificultad, supe que encontrarí­a en usted el alivio. Si supiera cómo anhelo esas tardes cuando llegaba a su casa, me recostaba en su cama, y al levantarme usted me esperaba con una tacita de caldo o de café con pan y departí­amos un rato. Mamachila ¿qué serí­a de mí­ si no me hubiera permitido gozar de sus bondades y no me hubiera abierto de par en par su alma y su corazón?»

Llego a la calle donde se encuentra ubicada mi residencia. Me paro frente a la puerta y me apresto a abrirla. Entro y mi mujer me pregunta el porqué de mi semblante. Le explico la situación y se entristece. Conoce la calidad de mi abuelita y le tiene gran cariño y mucho respeto. Platicamos: «Mamachila siempre fue sana. Nació en una finca del altiplano y ahí­ pasó su niñez, rodeada de aire puro y compartiendo su vida con la gente del campo. Desde muy pequeña tuvo que trabajar para ayudar a sus padres; siempre lo hizo con mucha dedicación y buena voluntad. Fue ahí­, en el monte, donde conoció a mi abuelo. Se casaron y siguieron viviendo en las monterí­as de él, cuidando de sus negocios. Por esa época se encargaba de darles la comida a los mozos y de organizar todos los asuntos domésticos de la finca. No fue sino muchos años después, cuando siendo ya una mujer madura se trasladó a la capital. Mi abuelo vendió todos sus haberes un dí­a y decidió emprender un nuevo camino. Cuando llegaron, tuvieron que trabajar con mayor í­mpetu para poder encauzar sus vidas por un nuevo sendero y pronto lograron su estabilidad. Comenzaron a nacer sus hijos y luego los que tuvimos la suerte de ser sus nietos.»

Hoy paso a verla. Está como siempre, de buen humor. «Â¿Qué tal está Mamachila?» «Bien mijo, ¿y tú qué tal?» Así­ es ella, jamás se queja. Debe sufrir tremendamente de dolores fortí­simos, pero se guarda para sí­ sus penas y sus sufrimientos. «Me vio ayer el doctor y dice que debe hacerme un tratamiento. No quisiera ir porque todos los médicos son unos tontos; no les tengo confianza. Si no fuera porque tu tí­o Manuel ya pagó, no iba. Es un tratamiento caro.»

Comienza para ella la tortura diaria de los rayos. Va todos los dí­as rigurosamente. La operan y sale bien. Tiene ya tres meses de vivir bastante tranquila y sin dolores. Hoy le comienzan de nuevo y son más intensos. Se retuerce con los cólicos y se queja por las noches. Sin embargo, siempre dice que está bien. «Tengo un poco de dolor, mijo, pero ya se me está quitando.» Pasan tres meses. Está grave y la llevamos al sanatorio. La veo todos los dí­as y me doy cuenta de sus muchos sufrimientos. No obstante, siempre tiene frases amables cargadas de amor para todos. Las dosis de morfina aumentan; se las ponen cada vez con mayor frecuencia. Hoy comienza a pedir que la saquen del hospital; quiere irse a su casa. Están preparadas todas las cosas: una cama especial para que esté cómoda, una enfermera para que la cuide dí­a y noche y todas las medicinas necesarias. El doctor se compromete a verla dos veces diarias. Está en su cuarto y se siente contenta; feliz por estar de nuevo en casa, rodeada de todas sus cosas y de su familia.

Hoy la veo muy mal. Está agonizando. Siento el ambiente cargado de sopor y de olor a medicinas. Tiene las piernas totalmente moradas por tanta inyección. Se rí­e conmigo en un momento de lucidez. Vuelve a recostarse y cierra los ojos. La tristeza se enraí­za en mi alma y todos los presentes parecen meditar profundamente. Se escuchan de vez en cuando algunas quejas de Mamachila. Los dolores deben haber arreciado pues se retuerce, da vuelta y puja mucho. El olor a medicinas se me hace insoportable.

Son las diez de la noche. Salgo de su casa y camino; voy rumbo a la mí­a. Tengo un nudo en el corazón. Deseo fervientemente que terminen de una vez por todas sus sufrimientos. No merece una muerte así­, tan injusta. Me siento abatido. Deseo llegar pronto; necesito a mi familia. Estoy parado frente a la puerta. Sé que al transponerla me sentiré mejor, descansaré.

Quito llave y entro… Ella se va y se libera de sus sufrimientos.