Gardel, 75 años después en Buenos Aires


POR ALEJANDRO MILLíN VALENCIA

El pasado jueves, 24 de junio, se cumlieron los 75 años de la muerte de Carlos Gardel, sucedida en Medellí­n. Una pequeña historia de los gardelianos que se reúnen este dí­a en el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, a rendirle un homenaje al hombre que «Cada dí­a canta mejor»


Si te ponés a escuchar con atención te das cuenta que es cierto, que Gardel cada dí­a canta mejor. En la última esquina de Gardel, los lotes 21 y 22 del cementerio de la Chacarita en Buenos Aires, este jueves parecen corroborar esa ilusión.

Son las dos de la tarde, y las melodí­as que hicieron inmortal al Morocho del Abasto, que se vino a «tostar» en Medellí­n el 24 de junio de 1935, hace 75 años, se escuchan en cientos de voces que se acercaron a rendirle, como si fuera necesario, otro homenaje a Carlitos Gardel.

En esa esquina, llena de placas de agradecimiento como si se tratara de una Virgen milagrosa, decenas se reúnen en su honor. Unos cantan, otros conversan mostrando archivos amarillentos y fotos de un pasado remoto. Otros, como si fuera reggaetón, ponen en sus carros, a todo volumen, «Volver».

Al lado del bronce que sonrí­e, como muchos llaman a la estatua de Gardel en el cementerio, está Luis Garcí­a. Hace 44 años, sin falta, este hombre que hoy viste traje negro y una corbata adornada con la sonrisa de Carlitos, es quien le prende los cigarrillos al Zorzal durante la conmemoración de su muerte.

«Esta es una tradición. Los gardelianos todos los años nos reunimos a rendirle un homenaje a Carlos Gardel. Porque él se convirtió en las llamas que lo quemaron ese 24 de junio de 1935 en Medellí­n y siguen ardiendo todaví­a hoy», dice mientras enciende otro cigarrillo y acomoda los claveles que están a los pies de las estatua.

Entonces el canto se interrumpe. Uno de los presentes pide que dejen hablar a Huguito. Emocionado por la efémerides, agradece a varios gardelianos, «porque le salvaron la vida». Cuando termina se acomoda su sombrero de fieltro. A lo Gardel.

«A mí­ la gente que rodea a Gardel me salvó de morirme. Ellos son mis amigos y para mí­ Gardel es lo más importante. Por eso vengo cada 24 de junio, a estar con ellos, para hablar de Carlitos. Para escuchar sus melodí­as».

Después de su discurso. La música vuelve a flotar en este cementerio silencioso. «Mi Bueeenos Airreeeees Queriiido…» Entre los cantantes están Silver Rodrí­guez y Andrés Fidel Peralta. Uno es Boliviano y el otro, Tucumano. Los dos están vestidos para la ocasión: traje, sombrero y bufanda.

-Gardel le dio identidad a la Argentina -dice Silver- Le dio identidad a los porteños. Antes de Gardel, habí­a checos, italianos, alemanes, americanos, de todo en este paí­s y él, con su presencia, con su voz, le dio una imagen única a los porteños. A Buenos Aires».

CONMEMORACIí“N DEL ALGUIEN VIVO

El grupo que rodea a una camioneta Ford roja, crece a medida que las canciones se vuelven más conocidas. Esta, parece, no es una conmemoración de algo triste. Aunque existe la solemnidad de la tragedia, el rigor del luto que todaví­a no termina, parece más bien la reunión del alguien vivo. Todos parecen en medio de una fiesta, y el anfitrión, bien vestido, fumando un pucho, sonrí­e con ver a todos sus amigos.

«Porque eso sí­ tení­a Carlitos: era de todos. Podí­a estar con sus amigos del Abasto, hablando el lunfardo y después podí­a encontrarse con Chaplin o Caruso como si nada hubiera pasado», dice Peralta, el boliviano.

De repente una voz femenina le pone azúcar a la celebración, porque esto ya es una fiesta de música. Su voz fina agrupa una parte de los «gardelianos» presentes, que aplauden el gesto de endulzar este encuentro. Rosaura Silvestre, dice que se llama. «La Alondra de Buenos Aires», aclara.

«Yo vengo todos los años a rendirle con mi voz un homenaje a quien fuera el artista más importante para la música argentina. Hasta le compuse una canción «Sonrisa inmortal», dice mientras su compañero de guitarra le tienta con una nota magistral: Cuesta Abajo.

Y eso es lo que afirman todos. La universalidad del tango se le debe a Gardel. Embriagado por las notas de la guitarra y los altavoces de la Ford roja, Csho Hei Taniguchi, japonés él, mueve la cabeza emocionado por la voz del inmortal.

«Cuando se acabó la Segunda Guerra Mundial, en Japón estaba prohibido estaba prohibido escuchar música américana. Así­ nos llegó, de Francia, el tango. Y yo me enamoré de eso, de Gardel. Por eso cada año vengo desde Osaka a estar en la conmemoración de su muerte», dice mientras intentaba cantar algo, lo que fuera, de su tango preferido: Por una cabeza.

Dos minutos antes de las tres y diez minutos de la tarde (Una y diez en Colombia) la hora oficial de la muerte de Carlos Gardel, todo se queda en silencio. Los sombreros se retiran, y solo el viento parece tener permiso para hacer ruido. Por unos muertos, el homenajeado se hace el muerto y todos dejan de sonreí­r.

Pero la solemnidad no dura nada, y dos minutos después, todo vuelve a ser lo que era en los tiempos de Carlitos, música y mucha alegrí­a.

POR UNA CABEZA


Un compulsivo apostante hí­pico compara su desventura en el amor con la vana ilusión de gloria que se da en una final cabeza a cabeza entre dos caballos en las carreras. La canción ha alcanzado una gran difusión tanto por su lí­rica melancólica como por su música, la cual ha sido interpretada por múltiples orquestas. Letra de Alfredo Le Pera y música de Gardel, es uno de los tangos más gustados por la relación entre la derrota del aventurero con la pérdida del amor.

Por una cabeza

de un noble potrillo

que justo en la raya

afloja al llegar,

y que al regresar

parece decir:

«No olvidés, hermano,

vos sabés, no hay que jugar.»

Por una cabeza,

metejón de un dí­a

de aquella coqueta

y risueña mujer,

que al jurar sonriendo

el amor que está mintiendo,

quema en una hoguera

todo mi querer.

(estribillo)

Por una cabeza,

todas las locuras.

Su boca que besa,

borra la tristeza,

calma la amargura.

Por una cabeza,

si ella me olvida

qué importa perderme

mil veces la vida,

para qué vivir.

Cuántos desengaños,

por una cabeza.

Yo juré mil veces,

no vuelvo a insistir.

Pero si un mirar

me hiere al pasar,

su boca de fuego

otra vez quiero besar.

Basta de carreras,

se acabó la timba.

¡Un final reñido

yo no vuelvo a ver!

Pero si algún pingo

llega a ser fija el domingo,

yo me juego entero.

¡Qué le voy a hacer..!