Poesí­a de César Brañas en el Dí­a del Padre


Grecia Aguilera

Mi señora madre, la exquisita declamadora Marí­a del Mar, ofreció muchas veces en su programa poético «Oro Lí­rico» recitales completos sobre la poesí­a de César Brañas. Para mí­ el más conmovedor y enternecedor de esos recitales fue el dedicado a su poemario «Viento Negro». No olvido la voz honda y solemne de mi señora madre cuando presentó el poemario con las siguientes palabras: «Poetas del mundo: ocupa esta noche nuestro sitio de honor, el más grande poema universal escrito en español por el poeta guatemalteco César Brañas, en la muerte de su padre Antonio Brañas: «Viento Negro (Elegí­a paternal)» en diez estancias.» Mi señor padre León Aguilera, y César Brañas, trabajaron juntos en el Diario El Imparcial. Fueron amigos entrañables y mi padre lo llamaba «el césar de las letras». En las dedicatorias de los libros que César Brañas obsequió a mis padres, nos podemos dar cuenta de dicha amistad. Por ejemplo en su obra «José Rodrí­guez Cerna o El esplendor de la crónica literaria» apuntó: «A León Aguilera con el admirativo cariño de su amigo/ Brañas/ 1956.» En «El carro de fuego» escribió: «A León Aguilera y Marí­a del Mar: amigos a quienes tanto agradecimiento debe/ Brañas/ 1960.» En su poemario «Palabras iluminadas» anotó lo siguiente: «A Marí­a del Mar y León Aguilera con todo cariño, con todo rubor./ Brañas/ 1961.» Ahora que en Junio dirige su carroza el año 2010 con su tiempo impredecible, clepsidra de las horas y la vida, se vienen a mi mente los versos de la cuarta estancia de «Viento negro», magní­fico poema del «césar de las letras» como le llamaba mi padre. En esta estancia el poeta implora a «Eco» de Beocia para que aquiete «el viento, el viento negro/ detrás de las vidrieras…» Pienso que recurre a este personaje de la mitologí­a griega por el estado de melancólica desesperación del que fue ví­ctima: su cuerpo se marchitó, se consumió ante la soberbia indiferencia del bello «Narciso». «Eco» se manifiesta desde el inicio de la cuarta estancia: «Amiga silenciosa,/ silenciosa amiga, cándida Eco,/ tómame las manos, doblega mi cabeza,/ apaga el latido frenético de mi sangre,/ amiga silenciosa,/ porque ahora estoy triste como los barrancos/ en el crepúsculo,/ porque ahora el tiempo sobre mis hombros pesa/ y negras cadenas nocturnas/ a los pilares de subterránea noche me encadenan./ ¿No oyes gemir el viento, el negro viento/ detrás de las vidrieras?/ Acállalo, Eco,/ ¡Pero no te apartes de mi hervoroso miedo!/ He oí­do su voz llena de tierra, llena/ de amargas sales de viaje,/ llena de silencios entrecortados. De sombras. De soledades./ Sus pasos eran rúbricas misteriosas en la arena,/ ¡y yo sabí­a que vení­an a mi corazón!/ Me tenderé en la arena de los cementerios,/ en el playón de plata de la muerte,/ para sentir que resbalan sobre mí­ los pasos/ de sus palabras./ Me llenaré del rumor de sus palabras,/ de su eco,/ y pasaré junto a la noche como un vendedor de cántaros,/ temeroso de que en las paredes de la noche se destrocen./ He oí­do su voz llena de tierra,/ desenterrada y triste, mineral,/ que de remotos paí­ses habla,/ que a desconocidos fantasmas invoca,/ que a mortuorios viajes invita./ En la memoria del aire/ su voz reconstruye sus cúpulas y sus arcos,/ pura y ní­tida ya, sin residuo humano,/ ya sangre de cristal, suspiro casi, no gemido./ Pura y ní­tida ya./ No me digas nada, amiga silenciosa, silenciosa Eco,/ para que sólo escuche, contra tu silencio,/ la voz perdida, incólume;/ su acento que gotea tiernas mieles azules/ en las bandejas de luz del dí­a,/ su voz grabada en los nocturnos discos del sueño./ Irrecuperada.»