Más allá de los indicadores que los trabajos sobre desarrollo humano identifican para saber qué tan cavernícolas son las naciones, dos elementos importantes para conocer qué tan fino hilan los pueblos son, me parece, el cuidado y atención a los niños y la consideración hacia los llamados adultos mayores. Dos temas que son, en mi opinión, asignatura pendiente en nuestro ya diagnosticado deprimido país.
Las estadísticas volverían sensible al mismo Atila y los espartanos brillarían por su “esprit de finesse†en materia de niñez. Somos un país, tenemos un Gobierno, hemos construido un Estado indiferente al tema infantil: los niños mueren de hambre, pululan por las calles mendigando, son utilizados por los mayores como mano de obra barata, son abusados… Y todos tranquilos, como si nada ha pasado.
Por supuesto que hay excepciones. Existen organizaciones que luchan quijotescamente por atender las necesidades de los infantes, pero son gotas en el océano de problemas por el que atraviesan los pequeños cotidianamente. No sólo el Estado ha brillado por su ausencia, sino también las mismas municipalidades. Nuestro Alcalde capitalino, por ejemplo, se ha empeñado en limpiar parques, poner numeritos para contabilizar el tiempo en los semáforos y uniformar ridículamente a sus agentes, pero no ha hecho casi nada (o nada) en materia infantil. Ni un solo proyecto sensible, inteligente e incidente.
Como consecuencia del abandono, usted encuentra niños pidiendo por la calle, usados por adultos desconsiderados que cuelgan bebés bajo el sol y la lluvia, vendiendo dulces o periódicos, lustrando zapatos o simplemente recorriendo las aceras en busca de atención y juegos. Sin ninguna prisa por ir a la escuela. Este es el nivel de desarrollo humano que tenemos y que nos sitúa, más allá de un país con economía frágil, en un pueblo con anemia de afectos e insensibles.
Igual cuadro clínico se presenta en nuestro trato con los adultos mayores. Prácticamente son una especie de escoria social o mal soportado con pena. Sin duda deben ser prescindibles al dejarlos en el más absoluto abandono. Ser viejo (adulto mayor o anciano) no es un premio en Guatemala y es algo que no hay que deseárselo a nadie. Mejor morir al acercarse los 65 años que vivir, como dice el salmo, “agotado y sin aguaâ€.
Aquí nadie o pocas instituciones han hecho algo. Observe los bancos: ni una sola política por atenderlos de manera especial, por abrir una ventanilla exclusiva. Nada de nada. Repasemos los buses: algunos conductores ni se paran para llevarlos, los regañan y desprecian. Hasta los perros viven mejor en Guatemala. Aquí el dicho, para expresar que se vive en la más absoluta miseria debería ser: vivo como cualquier ciudadano viejo.
Todo esto evidencia que nuestro mal como país no es sólo económico, sino también humano. Nos estamos portando mal y no nos honra nuestro comportamiento como sujetos dignos del siglo XXI. Supongo que no está todo perdido, podemos cambiar como pueblo si empezamos a ser más delicados con los débiles y nada mejor que poner en primer lugar a los niños y ancianos. Quizá si lo hacemos, hasta se nos realice el milagro económico.