Están frescas en nuestra memoria los cientos de advertencias de igual cantidad de periodistas, comentaristas y columnistas, incluso de expertos profesionales en la materia, que después del fatídico terremoto del 4 de febrero de 1976 fueron contundentes e insistentes en advertir que no se volvieran a repetir errores anteriores, cuando por no atender las medidas de seguridad indispensables se realizan obras públicas que, a la hora de un sismo, como de otro tipo de desastres naturales se transforman en calamidades. Pero imitando a los chiquillos desobedientes, han seguido gobiernos que poco o nada les importa las advertencias, privando como siempre los intereses personales o políticos, como que a través de fideicomisos, organizaciones no gubernamentales o de manera descarada realizan compras o contrataciones incumpliendo las normas establecidas.
El conjunto de daños y perjuicios derivados de la erupción del volcán de Pacaya y la tormenta Agatha ocurridos entre el jueves 27 y el domingo 30 de mayo, vinieron otra vez a desnudar la vulnerabilidad de nuestras condiciones. Quedaron a la vista múltiples carencias de recursos de las oficinas gubernamentales que se suponían responsables pues a la hora buena, cuando más se les necesitaba, no aparecieron con la premura que demandaban las necesidades, a pesar de tanta propaganda oficial que ha venido diciendo lo contrario. De nada sirvió, por ejemplo, que el mismo Presidente de la República ofreciera camiones para recoger la arena que en bolsas haya acomodado la población para limpiar sus viviendas y las vías de comunicación en el afán de evitar el taponamiento de desagí¼es y colectores, porque tres días después era visible la escasez de vehículos y empleados contratados por su gobierno sin hablar de la imperceptible y hasta nula participación municipal capitalina incapaz hasta de surtir eficazmente el agua potable. Es incontable la cantidad de ejemplos que existen para documentar lo anterior. Baste citar el asfalto colocado recientemente en el acceso al puente del Trébol, de sur a norte, que con tan solo dos días continuos de lluvia ya presentaba baches y otros deterioros. ¿Qué decir entonces de puentes, de edificaciones o taludes que al primer cambio de clima se derrumbaron a pesar de que han costado muchos millones de quetzales? y ¿qué buen comentario podríamos hacer de la inmensa cantidad de propaganda gubernamental que se ha hecho de Conred en los últimos dos años, cuando para lo único que ha sido efectiva es para servir de relatora de los desastres que ocurren, pero jamás para prevenirlos, mucho menos para evacuar las poblaciones afectadas por inminentes inundaciones o para montar la mejor estrategia a fin de atender prioritariamente las necesidades de la población? ¿No cree usted, estimado lector, que todo lo acontecido en los últimos días del mes pasado debiera servir de escarmiento a la población, la que todavía sigue creyendo en cantos de sirena?