Recordando a dos grandes


El club de aventureros de Nueva York estuvo recordando una vez más dentro de su celebración anual a dos de los grandes exploradores del ífrica negra: David Livingstone y Henry Morton Stanley.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

El doctor David Livingstone, un hombre difí­cil de dimensionar, ejemplo de bondad y calidad humana dentro de una voluntad de hierro al servicio de Dios, uno de esos titanes de la era victoriana. Henry Morton Stanley, otra voluntad de hierro, un espí­ritu aventurero ambicioso más de fama que de fortuna. El doctor Livingstone se perdió en el ífrica Oriental después de haber tenido alguna connotación en La Gran Bretaña. Era médico, al mismo tiempo que misionero y explorador. Habí­a nacido en Escocia en 1813, según sus palabras en el seno de una piadosa pobreza. Como muchos niños pobres de la era victoriana trabajó en una fábrica de tejidos y se hizo médico con grandes sacrificios. En 1840, partió siendo designado misionero a Bechoanalandia en ífrica Central en donde por siete años ejerció como médico, transmitiendo también la palabra de Cristo mientras aprendí­a las lenguas autóctonas. Su entrega y su afán de explorar nuevos territorios trascendieron hasta la metrópoli con un halo de romanticismo.

Su misión de apóstol y explorador lo llevaron en 1849 a través del desierto de Kalahari hasta el Lago Ngami. En su recorrido descubrió el Rí­o Zambeze al precipitarse al abismo formando las Cataratas de la Reina Victoria, llamadas por los nativos «El humo que truena» en la actual Rhodesia. El comercio de esclavos lo motivó a iniciar nuevas exploraciones para fundar centros misioneros que se opusieran a lo que ya era considerado una infamia. Envió a su familia a Inglaterra y durante dos años se dirigió hacia el poniente africano. Regresó a Inglaterra en 1856, acogido como un héroe y nombrado miembro distinguido de la Real Sociedad de Geografí­a e Historia. Volvió a partir para ífrica en donde en 1865 se le confió la exploración del Lago Nyassa y del Tanganyka. Pasaron cinco años y no se supo nada de él.

.

Cuando el Dr. Livingstone desapareció en ífrica creó una expectativa detrás de él tanto en Europa como en América. Un magnate de la prensa norteamericana John Gordon Bennett, dijo a uno de sus corresponsales Henry Morton Stanley, de sólo 32 años, «tome mil libras y cuando se hayan gastado tome mil más y así­ sucesivamente pero quiero que encuentre al doctor Livingstone». Bennett sabí­a que el New York Herald, el diario de mayor tirada en el mundo estarí­a detrás de la primicia. Stanley era un hombre enérgico crecido en un orfanato en Inglaterra, justamente como un personaje de un cuento de Dickens. Muy joven se embarcó hacia Nueva Orleans y combatió en la Guerra de Secesión participando luego en las campañas contra los indios. Siguiendo la orden de Bennett, Stanley desembarcó en Zanzí­bar en 1871 y equipó su expedición en busca de Livingstone, incluyendo su barca desmontable Alice. Atravesó parte del ífrica Central de abril a noviembre, hasta llegar al Lago Tanganyka. Un dí­a tuvo noticias de un hombre blanco a la orilla del lago. Con emoción esperó sin dormir saliendo al alba hacia la aldea de Ujiji, en la actual Tanzania, en donde viví­a aquel hombre. Al acercarse ese dí­a, vio a quien habí­a buscado por casi un año en medio de la selva, un anciano que estaba de pie esperando su llegada. Con respeto sosteniendo en una mano su casco tropical dijo: Doctor Livingstone, I presume. Como respuesta obtuvo una sola palabra: yes, aquella conversación con el laconismo británico se hizo famosa en todo el mundo. Stanley describió a aquel apóstol de 56 años que parecí­a un anciano, sonriente, desdentado y muy delgado, transmitiendo una paz increí­ble. Livingstone dejó profunda huella en el joven periodista, a quien trató como un hijo, no queriendo volver con él a Inglaterra murió tres años más tarde el 1º. de mayo de 1875. Sus restos reposan en la Abadí­a de Westminster, su corazón por deseo personal fue enterrado por los aldeanos al pie de un árbol en ífrica.

Stanley regresó a Londres en donde se vio asediado por la envidia y la desconfianza de sus logros. Gordon Bennett volvió a financiarle para explorar el rí­o Congo y Leopoldo el rey de los belgas lo apoyó para completar la exploración de aquel territorio que luego se llamó Congo Belga. Descubrió los lagos Leopoldo y Alberto y su nombre Bula Matari (el rompedor de piedra) se convirtió en leyenda. La sociedad inglesa nunca lo aceptó del todo. Una dí­a cuando el Big Ben de Londres anunciaba la media noche murió a los 63 años, sus últimas horas las pasó recordando su encuentro con el padre que nunca habí­a tenido. Stanley no fue invitado a reposar en Westminster junto a Livingstone. Fue enterrado en el jardí­n de su residencia al lado de una gigantesca piedra traí­da de ífrica, con unas palabras grabadas: Henry Morton Stanley, Bula Matari, 1904.