En honor a la verdad: nunca pensé que las críticas a los servicios del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), fueran del todo ciertas, y menos aún que, el calvario que vive gran cantidad de afiliados, fuese de tal magnitud, que más me da la sensación que ruegan por ser atendidos en lugar de ser tratados como dignos trabajadores que engrosan las cuentas de ingresos de esa institución.
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Por una razón que considero innecesario comentar, el viernes 26 de marzo acompañé a una persona a la emergencia del IGSS de la zona 6, paradójicamente bautizado con el nombre del fundador de la institución en Guatemala, Dr. Juan José Arévalo Bermejo. Ingresamos a las 12:10 p.m., en un momento en el que la Sala de Espera estaba abarrotada por al menos 30 personas, que supongo la mayoría eran afiliados y otros en la misma calidad que la mía. Conjeturé que saldríamos al menos en dos horas, debido a la cantidad de comentarios que he escuchado acerca del tiempo que dura una visita a esa institución, por lo tanto, decidí llevar un libro conmigo, posteriormente comprar algunas golosinas y pasar el rato, mientras atendían a mi acompañado.
A primera instancia no pude ponerme a leer, pues por el contrario, decidí observar a las personas que llegaban a la emergencia, y que de a poco llenaban la sala. Había varios afiliados que obviamente desde su trabajo tomaron camino hacia la emergencia, pues aún portaban sus uniformes con los logotipos de las empresas que les hacen el «favor» de contribuir al seguro social. Sus rostros reflejaban además del malestar que sufrían, el desconsuelo de la barbaridad de tiempo perdido a la espera de que el médico de turno les atendiera. Algunos, pálidos, mirando hacia el piso, como queriendo contar el granito de cada ladrillo para pasar el tiempo; otros, recostados en las bancas para sentir menos dolor de sólo ellos saben qué enfermedad; y ciertos otros, expresando su descontento y diciendo: «Aquí se muere uno primero»Â·
Había algunos pacientes que llegaron, incluso, antes que nosotros, pero que transcurrido el tiempo límite que supuse pasaríamos allí, aun no atendían.
Pasadas las 2:30 p.m., ya cansados de esperar, pensamos en irnos y pagarle a un médico privado, para saber qué le esperaba a mi acompañado, con el accidente que había tenido. En eso sale uno de los médicos de la clínica que nos asignaron, a preguntar quién tenía algún golpe, porque a éstos atendería en ese momento, pues según él, eran los que le quitaban el tiempo para conocer de los demás. Decidimos esperar.
Antes de enviarnos a Rayos X, donde acumulamos media hora más, junto a otros que también requerían ese servicio, envían a mi acompañado a que le apliquen una inyección, quién sabe cómo determinó el doctor qué medicarle, si ni siquiera le había visto qué tenía, solo le había preguntado.
Después de hechas las placas -eso suponíamos-, nos remiten de nuevo a la Sala de Espera, atiborrada de más gente.
Otra media hora a la cuenta e ingresó un paciente que por fin iban a atender, en el que se tardaron más de hora y media, los dos médicos que estaban en la mentada clínica.
Ya harto de esperar, decidí preguntar en la ventanilla de ingreso, que si tenían médico en determinada clínica, pues expuse el tiempo que llevábamos esperando. «Sí, ya lo van a atender» fue la respuesta que recibí. Bueno, me calmé, y esperamos un poco más.
Vi a uno de los médicos de esa clínica y le consulté sobre el asunto, a lo que respondió: «No nos tardamos cinco minutos con cada paciente». Bueno, Luis, paciencia, me dije, ya consternado.
Aproximadamente, a las 16:00 horas, llega una viuda beneficiada con los servicios del IGSS, que tenía una cara que no se imagina. Sudaba, jadeaba, respiraba por la boca, pues el dolor que tenía no le permitía hacerlo de forma normal. Se paraba, se sentaba al instante. Mientras tanto, los dos médicos, de arriba para abajo. Entre otras cosas, echando un pequeño chiste con otros colegas, dizque esperando las placas de las radiografías hechas a los otros pacientes, entre las que estaba la de mi acompañado.
Más allá de las 17:30 horas, ya no puede soportar ver a la señora con su angustia. Se agarraba la parte baja del estómago, algunos que la miraban decían que tenía un problema en el apéndice. Y los médicos, viendo las placas. Pues no las habían sacado todavía. Toqué la puerta de la clínica, y nada. No estaban los médicos. Me paro donde sabía que pasarían, y pasaron para la clínica. De nuevo, toqué. Y le dije al médico lo de la señora. Y fue a verla. Lo peor de la atención estaba por llegar. – ¿Qué tiene?, preguntó el médico. – Me duele aquí, dijo la señora, tomándose la parte baja del estómago, del lado derecho. -Vaya, pues, ahorita la vamos a atender, le responde el médico.
Por fin están las placas, y la médica dice, con aires de triunfo: «los que se hicieron radiografías, no tienen quebradura». Ahora sólo nos quedaba seguir esperando, para el diagnóstico final.
Llegadas las 18:00 horas, por fin llaman a mi acompañado a la clínica, donde le recetan unas cuantas pastillas para el dolor que había que ir a recoger a la farmacia, le colocan una venda y listo. Seis horas en la emergencia para unas pastillitas y una venda. ¡Carajo!