(Valencia-Venezuela, 1959). Escritor y pintor. Ha publicado los libros Pocaterra y su mundo, De ciertos Peces Voladores, Vírgenes necias y Cuaderno de argonauta. Tiene un libro inédito sobre artes visuales titulado La mirada impertinente. Sus artículos se publican en la revista literaria Predios y en los suplementos culturales de íšltimas Noticias y del diario Noti-tarde. Como pintor ha realizado alrededor de 30 exposiciones individuales.
El poeta, ensayista y crítico literario, Eugenio Montejo (Caracas, 1938) es una de las voces más importantes de la poesía latinoamericana de la actualidad.
Carlos Yusti
Quienes estiman el ensayo, para leerlo o escribirlo, no pueden sustraerse al sortilegio de un género que encierra infinitas posibilidades estéticas y literarias. Eugenio Montejo convierte sus reflexiones en torno al acto literario, sea como poeta o lector atento y acucioso, en un trabajo intelectual de buena factura lingí¼ística. Su libro El taller blanco, publicado por primera vez hace algunos años por Fundarte y reeditado en 1996 por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Metropolitana de México, recopila un conjunto de ensayos que ejemplifican dominio estilístico y serena claridad lírica para abordar los temas literarios más disímiles.
He vuelto sobre las páginas de El taller blanco. Su relectura me ha deparado (esta reedición mexicana incorpora algunos nuevos escritos) un verdadero placer, en el sentido barthesiano del vocablo. En primer lugar porque descubro una frescura estilística de precisa belleza. En segundo término, debido a los temas que lo estructuran: consideraciones sobre el quehacer poético y literario a través de poetas como Cavafis, Ramos Sucre, Sá Carnerio, Borges y Lichtenberg.
En el exquisito escrito que proporciona título al libro, Eugenio Montejo establece un paralelismo evocador entre un taller literario y una panadería. Los talleres de poesía se instauran en algunas universidades y centros culturales para proporcionar refugio a quienes se inician en el quehacer poético. Por supuesto que por asistir dichos talleres los interesados no se convierten en poetas de estatura, a lo sumo muchos sólo serán impertérritos entusiastas de la palabra poética.
Eugenio Montejo ve en el taller un medio para aprender los procesos artesanales que se utilizan para llegar a la estructura y los nervios del poema. Se pasea también por el significado de la palabra taller. Todo esto parece, en principio, una teorización libresca sobre las vicisitudes de los talleres de poesía; sin embargo, Montejo le saca el zumo a la argumentación y hace un giro inesperado en el que entremezcla vivencia personal y metáfora, con un rigor intelectual sorprendente, confesando que para iniciarse en el ejercicio poético no tuvo la dicha, o desdicha, de participar en taller literario alguno. Luego, rectifica que estuvo bastante tiempo en el taller blanco: «Era éste un taller de verdad, como es verdad el pan nuestro de cada día. Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos y, llegó a ser, con los años, maestro de cuadra, hasta poseer, más tarde, su propia panadería, el taller que cobijo buena parte de mi infancia». El texto prosigue con cristalinos toques de poesía, haciendo un recuento del trabajo nocturno de los panaderos, de sus conversaciones o la pericia manual para dar forma a la masa y sobre la harina esparcida por los largos mesones como tenue capa o como el mismo Montejo escribe:
Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad (?) ¿Cuántas veces, mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos? Daría cualquier cosa para aproximarme alguna vez a la perfecta ejecutoria de sus faenas nocturnas. Al taller blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la escritura de un texto.
Otros ensayos del libro dignos de mención son «El tipógrafo de nuestra utopía», donde pasa revista al pensamiento, al estilo de escritura caótica y creativa de Simón Rodríguez; «La pipa de Barinas» que informa de la afición del extravagante filósofo alemán Lichtenberg y su pasión por el tabaco barinés; «Los emisarios de la escritura oblicua», que rastrea el espíritu de los escritores convertidos en simples instrumentos de la creación literaria; y, el texto final, «Fragmentario», que contiene un conjunto de sentencias sobre el universo creativo de la poesía. En suma, «El taller blanco», es un libro que no tiene desperdicio alguno.
En lo particular, no tolero de los libros dos cuestiones: que me aburran y que conviertan la palabra escrita en una estopa fría de argumentaciones intelectuales, carentes de magia y carnadura metafórica. En eso de meterle piel, nervios y alma a cada palabra, Montejo es bastante competente y tampoco le sobra el lirismo al momento de asumir el malabarismo ensayístico.
La escritura permite soñar sobre la página en blanco, o sobre la pantalla del procesador, a quienes aman las palabras. Al pasar el mundo de las vivencias cotidianas por el tamiz del lenguaje escrito, todo parece transformarse: nuestros anhelos, nuestra experiencia y nuestras lecturas se convierten en nuestro soporte ético, en ese espejo poético donde podemos vernos con regocijo y con innegable honestidad. Soñamos a través de las palabras o, como lo ha escrito Montejo: «El sueño nos reconforta porque nos devuelve la certeza, a menudo perdida, de que mientras algo sueñe en nosotros, la verdadera facultad poética permanece intacta».