El Gobierno sigue trayendo a expertos extranjeros que nos recuerdan la imperiosa necesidad de pagar más impuestos y aprobar lo que el oficialismo llama reforma fiscal y que no es más que un modesto ajuste en el monto de ciertos impuestos para cubrir el agujero fiscal derivado de la no aprobación del presupuesto para este año. El interlocutor del Gobierno en el debate fiscal parece ser únicamente el CACIF que actúa en representación de los empresarios, aunque muchos de los que tienen y dirigen empresas no se sientan bien representados.
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El caso es que desde mi punto de vista el pulso se debería llevar en otra dirección, si hubiera patriotismo y deseo de que prevalezca la honestidad y transparencia en el manejo de los fondos públicos. Es el momento de proponer al Gobierno una negociación mediante la cual se acepte esa propuesta tributaria a cambio de que de manera simultánea se emita una norma legal que prohíba de manera tajante el uso de fideicomisos, de ONG y de organismos internacionales para administrar los recursos públicos con el fin de evitar la fiscalización de la contraloría y la auditoría social. Ocurre que son muchos los empresarios de distintos sectores que se benefician con la existencia de esas mañoserías que encubren la forma en que se usan los recursos del Estado y por ello es que el tema no se aborda desde la perspectiva de que para pagar más impuestos tiene que establecerse una condición que apunte en realidad a la transparencia. Ayer decía yo que los modestos pasos que ha dado el Ministerio de Finanzas para lograr mínimos de transparencia son nada cuando quedan vigentes las prácticas mañosas y sucias para ocultar el gasto e impedir que se puedan realizar efectivas rendiciones de cuentas sobre la forma en que se maneja el dinero de la gente. No concibo un debate fiscal sin que se incluya como condición simultánea la adopción de medidas que obliguen a que se ejecute el gasto público sin subterfugios. La paja de que todo eso es para agilizar la administración pública salta a la vista, puesto que si realmente quisieran buscar rapidez y eficiencia, hay otras formas de hacerlo sin tender el manto de misterio que facilita que se contrate a parientes y amigos con jugosos sueldos, además de contrataciones que no se pueden siquiera conocer, no digamos fiscalizar. El caso del transporte urbano es una muestra palpable de que se recurre a artimañas para dilapidar los recursos del Estado y para hacer negocios con particulares, sea con fines políticos como parece ser este caso, o con fines de puro lucro como son tantos otros que ocurren en la administración pública. Lo que pasa es que en un debate de esta naturaleza al final prevalecen intereses sectarios y así a cambio de una ley que permite las alianzas público-privadas, se terminan aceptando bonos. Los impuestos serán objeto de otra negociación, pero nunca se piensa en una condición que nos ayude a trabajar por la transparencia. Por supuesto que los bancos no apoyarán nunca una iniciativa para terminar con los sucios fideicomisos y los proveedores prefieren trabajar con ONG, fideicomisos o entidades internacionales porque así borran las huellas comprometedoras de sobornos y mordidas. Por ello es que siempre he dicho que la corrupción es, al final de cuentas, un juego que todos juegan.